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Entre la desidia estatal y algunos avances

  • Salomón Lerner Febres
    Rector emérito de la PUCP

Cuando presentamos al país el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, esperamos que se suscitara un debate nacional respecto del legado de los años del conflicto armado interno vivido entre 1980 y 2000. Sabíamos que existían fuerzas contrarias a la propia existencia de la Comisión y que muchas de las víctimas preferían, entendiblemente, callar el dolor sufrido por varios años. Confiábamos, sin embargo, que el documento presentado generaría una reflexión que implicaría amplitud, tolerancia y reconocimiento de las responsabilidades que a diversas instancias estatales y a amplios sectores del país les cupo por los hechos cometidos, así  como por el contexto general en el que se desarrolló el conflicto.

Desafortunadamente, para las élites del país, ha persistido una muy sólida impresión donde la merecida derrota de Sendero Luminoso es tomada solamente como el fin de una amenaza y como una autorización a seguir viviendo como estábamos haciendo hasta el momento. Ha sobrevivido un sentido común conservador donde cualquier posible “amenaza” al crecimiento económico o crítica a un estilo de vida que supone exclusión es fácilmente satanizada.

El trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación no ha escapado a ello. Ha pesado, en nuestros políticos y autoridades, encargados de implementar las recomendaciones de la CVR, la autocomplacencia y la desidia frente a las víctimas. Solo así se explica que el Lugar de la Memoria haya avanzado a trompicones; la demora en la implementación de los contenidos presentados por el grupo que me honré en presidir en el currículo educativo en todos los niveles; la lamentable cantidad de casos archivados por el Ministerio Público y de sentencias absolutorias en el Poder Judicial sobre graves violaciones a los derechos humanos, a pesar de nuestros aportes jurídicos y factuales; el intento frustrado de amnistiar graves crímenes cometidos por agentes del Estado; la confusión entre reparaciones y programas sociales, y su implementación parcial; la indiferencia frente a la necesidad de un plan antropológico forense que permitiera a los familiares de muertos y desaparecidos concluir con su periodo de duelo; y, por supuesto, la inexistencia en la práctica de reformas institucionales que impidan que lo ocurrido se repita.

A pesar de ello, hay algunos avances por saludar. Las sentencias a las cúpulas de las organizaciones subversivas, los juicios contra Alberto Fujimori y el destacamento Colina y un puñado de sentencias sobre violaciones a derechos humanos son ejemplos a nivel nacional e internacional. Se ha logrado reparar a varias comunidades afectadas por la violencia. Y merecen  destacarse las manifestaciones artísticas e investigaciones académicas que nos recuerdan y  reflexionan sobre lo vivido en las dos últimas décadas del siglo XX en el Perú.

Transcurrida una década, el Informe Final de la CVR no ha dejado indiferente al país. Aún se discuten sus aportes y legados, aunque no en la dimensión que hubiésemos querido. Quedan varias tareas urgentes y pendientes. La historia que narramos habla de nuestras tareas pendientes como nación, a pocos años de su bicentenario. Y hoy sigue siendo un buen momento para empezar a realizarlas.

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