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Sobre la crisis en Ayotzinapa: ¿Qué nos pasa?

  • Hugo Aguirre
    Docente del Departamento Académico de Comunicaciones

El domingo, día posterior al intento de quema del Palacio Nacional, algunos muros de la ciudad amanecieron grafiteados. “El Estado ha muerto”, “Si no hay solución: Revolución” decían algunas de las pintas en las paredes

Estuve en México D.F. el sábado 8 de noviembre, cuando un grupo de ciudadanos que protestaban por la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa, intentó quemar la puerta principal del Palacio Nacional en el corazón mismo de la ciudad capital. Las imágenes se hicieron visibles en todo el planeta y mostraron una reacción violenta que se va esparciendo por varios estados del país.

El intento de explicación expuesto por un procurador del Estado, Jesús Murillo Karam, basado en el testimonio de tres presuntos sicarios participantes del dramático evento, en vez de esclarecer sembró más dudas. Puso en evidencia que la intención de conjurar la ira ciudadana no podía alcanzarse barajando una narrativa ficcional más que basada en hechos probables (los sicarios dijeron que los normalistas fueron cremados, embolsadas sus osamentas y lanzadas al río). Hasta el momento los intentos de identificar restos con sujetos no se concreta. La confianza en la voz del gobierno está más mermada que nunca.

La asonada violenta tuvo también otros detonantes como la inacción e ineficiencia del Estado frente al luctuoso acontecimiento y al combate contra el narcotráfico y la ilegalidad. Se sumaba la mirada anecdótica de los medios de comunicación incapaces de formular un discurso explicativo y coherente acerca de lo ocurrido y el aprovechamiento político y delictivo del drama por parte de actores sociales interesados en ganar con el caos y la anarquía. El ritmo de la confusión atizó la dinámica del caos y la anarquía. Impresionaba la manera cómo una interrogante colectiva se encendía en el palimpsesto de los imaginarios sociales: ¿Qué nos pasa?

«¿Qué nos pasa?” fue por una década la frase con que Héctor Suárez, uno de los actores fundamentales de la comedia y el drama mexicano, titulaba su exitoso programa televisivo de los años 80. ¿Qué nos pasa? Es la pregunta que subyace en los gestos y actos de los jóvenes que agarraron sus pancartas y marcharon en Acapulco, en el D.F., en la misma Iguala, intentado acelerar una respuesta de los liderazgos políticos que, en un silencio poco menos que cómplice, están tan desconcertados como los demás actores civiles y políticos mexicanos.

El desfile de los acontecimientos es de por sí bizarro: un alcalde y su esposa vinculada al “narco” (como se etiqueta toda referencia a la organización delictiva, sus actos e incidencias políticas, económicas y culturales), ordenan secuestrar a normalistas opositores que al parecer anunciaban interferencias en manifestaciones públicas de la autoridad municipal. Una guardia municipal que consuma el secuestro y entrega a los secuestrados a un grupo de sicarios que los desaparecen. A esto se suman varios días de nebulosa e infructuosa búsqueda, una lluvia de pronunciamientos y búsquedas paralelas, la reacción de las instituciones vinculadas a Derechos Humanos y una impaciencia ciudadana macerada por la incertidumbre.

Y entonces surgen las preguntas… ¿cómo hemos llegado a este punto?, ¿cómo se han producido estas alianzas perversas entre autoridades formales y mercenarios informales?, ¿cómo es que el Estado termina sorprendido (o infiltrado) por las redes de delito?, ¿quién debe hacerse responsable por lo que está ocurriendo?, y además plantear soluciones, desactivar inmoralidades, enhebrar las redes sociales evitando los nodos criminales que interfieren, ahora sí, en la vida cotidiana e institucional de la República Mexicana.

En México viven cerca de 119 millones de personas. El D.F. alberga a casi 21 millones. En el estado de Guerrero hay casi tres millones y medio de gentes. La escala es monumental como sus zócalos, plazas y monumentos públicos. Podrán imaginar entonces la magnitud de la ira producida por estos irregulares acontecimientos. Uno más y otros menos, los afectados por estos crímenes –que son todos los mexicanos- reclaman justicia pero también orden, seguridad, equilibrio de poderes, verdad, información de calidad, consensos respetados y sobre todo una política que los incluya y asegure estabilidad social, cultural, emocional.

El domingo, día posterior al intento de quema del Palacio Nacional, algunos muros de la ciudad amanecieron grafiteados. “El Estado ha muerto”, “Si no hay solución: Revolución” decían algunas de las pintas en las paredes. Eran los mismos enunciados de las pancartas juveniles y de los cánticos gremiales en las calles. Todos reclaman solución, mientras la violencia civil alcanza Chilpancingo, cierra aeropuertos en Acapulco, y movilizan adhesiones universales. La escena más reciente es pornográfica, mientras el presidente Peña Nieto visita China, los diarios de su país anuncian que posee una casa de noventaicinco millones de pesos ubicada en las Lomas de Chapultepec, quizá la mejor ubicación para dominar la ciudad con la mirada. Definitivamente este anuncio es lesivo y hace estallar la sensibilidad de una ciudadanía que ve marcharse la esperanza de “la región más transparente del aire”. Por eso suscribo como muchos mexicanos la expresión escuchada entre la agitación masiva: “¿A quién hay que partirle la madre?”

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