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Pena de muerte: la necesidad de una adecuada y eficiente política criminal

Reflexión acerca de las propuestas sobre la pena de muerte y el oportunismo político en nuestro país.

  • Abraham García Chávarri

Basta un breve ejercicio de memoria para observar que, cada cierto tiempo, con ocasión de algún suceso trágico, muy lamentable -como el que ahora aqueja, por ejemplo, a la familia de la niña Romina Cornejo- se discute en la escena pública la necesidad, no solo de incrementar los años de restricción de la libertad hasta extremos de casi cadena perpetua sino, sobre todo,de incluir nuevos supuestos para la aplicación de la pena de muerte en nuestro ordenamiento penal. ¿Cómo hacer frente, entonces, a problemas como el de la seguridad ciudadana y la delincuencia organizada dentro de las pautas que se le exigen a un Estado Constitucional, con obligaciones internacionales en materia de protección de derechos humanos que no puede eludir?

Las campañas electorales por la Presidencia de la República y las representaciones al Congreso son perfecta oportunidad para escuchar a los candidatos plantear soluciones efectistas para una opinión pública no tan informada, propuestas que terminan siendo constitucionalmente inviables o internacionalmente muy complicadas de poder concretar. Al inicio de este Gobierno, por citar un caso, distintos grupos políticos, bajo diferentes razones, presentaron proyectos de reforma de la Constitución con la finalidad de incluir determinados delitos muy graves como nuevos supuestos para la aplicación de la pena de muerte. Como era de esperarse, ninguno de ellos ha prosperado.

Y es que, al menos en el ámbito de la protección regional de los derechos humanos del cual el Perú es parte, no hay discusión abierta. La Corte Interamericana ha precisado en su conocida Opinión Consultiva 3/83 que el Pacto de San José, asumido por nuestro país, «prohíbe absolutamente la extensión de la pena de muerte y que, en consecuencia, no puede el Gobierno de un Estado parte aplicar la pena de muerte a delitos para los cuales no estaba contemplada anteriormente en su legislación interna». Así, salvo que decidamos denunciar ese tratado internacional y renunciar a la competencia contenciosa de la Corte, dentro de un procedimiento por demás dilatado, debemos cumplir con las obligaciones que, de modo soberano, nos hemos impuesto.

Por su parte, el Tribunal Constitucional, en el caso Marcelino Tineo Silva y más de 5000 ciudadanos, ha exhortado al Congreso de la República para que adecue la legislación antiterrorista y reemplace el régimen de la cadena perpetua de acuerdo con ciertas exigencias constitucionales de rehabilitación penitenciaria, dignidad y libertad. Es decir, ha señalado que no resultaría constitucionalmente admisible la existencia de penas como el de la restricción de la libertad indefinida o perpetua si nuestro régimen penitenciario postula la resocialización y reinserción del penado en la sociedad.

Además de ello, si bien actualmente se está criticando la actuación de algunos jueces demasiado permisivos al conceder penas bastante benignas, el régimen de los beneficios penitenciarios pasa también por la necesidad de una mejor labor legislativa, pues es el Congreso quien normativamente ha establecido ese sistema. Una revisión en este ámbito es impostergable, máxime si vemos que los delincuentes tienen un número absolutamente irrazonable de ingresos y salidas. La resocialización y la rehabilitación suenan aquí absurdas.

En suma, la población percibe que este problema, que es estructural, no tiene las salidas que demanda, y eso, acaso lo más peligroso, es que contribuye después a promover la idea común de que un régimen autoritario, poco democrático, resulta más efectivo. Una revisión de nuestro sistema de política criminal que no sea ingenua, una interpretación restrictiva y un análisis muy riguroso para la concesión de beneficios penitenciarios, son tareas que, de forma conjunta, las instituciones que conforman nuestro sistema de justicia no pueden evadir. Esa es la tarea que el pueblo les reclama.

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