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Nuestro litigio con el Arzobispado y la CIDH

El 20 de mayo, los profesores de Ciencias e Ingeniería asistimos a una reunión convocada por el Rectorado, cuyo propósito fue informar sobre los últimos acontecimientos relativos a nuestra controversia con el Arzobispado. Entre otros temas, se habló sobre la posibilidad –previamente hecha pública– de acudir a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). En vista de las consecuencias que se derivarían de tomar tal decisión, creo que resulta indispensable que el tema sea discutido ampliamente.

  • Francisco De Zela
    Docente del Departamento de Física de la PUCP

De otro lado, e independientemente de la instancia que finalmente decida si acudimos o no a la CIDH, considero que el asunto debería ser llevado a la Asamblea Universitaria. Así, quienes hemos sido elegidos como sus miembros podríamos transmitir la opinión de aquellos a quienes representamos, además de la propia. Por eso me ha parecido oportuno hacer pública mi opinión sobre el tema, esperando que con ello logre motivar a otros miembros de la comunidad universitaria a expresar sus puntos de vista. En épocas distintas a las actuales, hubiera elegido otros canales para hacer llegar mi opinión a las altas autoridades. Creo, sin embargo, que la salud institucional requiere que ciertos temas sean debatidos públicamente, cuidando de no vulnerar con ello nuestros propios intereses institucionales, especialmente en momentos en los que somos objeto de una serie de ataques malintencionados. Siendo la libertad de expresión uno de nuestros principios más fundamentales, no hay quizás mejor forma de defenderla que a través de su ejercicio permanente. Pero, de tal ejercicio, debemos también dar muestra pública.

Comenzaré repitiendo lo que dije en la reunión antes mencionada. Hice allí un breve análisis, bajo el supuesto de que se acudiría a la CIDH cuestionando el dictamen del Tribunal Constitucional (TC). A falta de mayor información, consideré en aquella oportunidad las dos siguientes posibilidades, como materia de análisis.

Como primera hipótesis, asumí que se le plantearía a la CIDH que impugnara el dictamen del TC. Opiné que tal planteamiento no podría prosperar, dado que a los abogados de la parte contraria les bastaría con señalar nuestras propias declaraciones públicas, en el sentido de que acatábamos el fallo del TC. Si bien jurídicamente quizás estábamos obligados a acatar el fallo, nada nos obligaba a hacer pública la aceptación del mismo, si teníamos previsto pedir su impugnación por parte de otra instancia jurídica.

Como segunda hipótesis, asumí entonces que se intentaría construir nuestro caso en torno a la parte considerativa del dictamen del TC. Nuestra posición oficial es que el TC excedió los límites de su competencia al abordar en su fallo temas que son materia de un proceso judicial que está aún en curso. En mi opinión, al optar por construir un caso basado en la competencia jurídica del TC, estaríamos llevando a la Universidad a enfrentar un nuevo revés, por las siguientes razones. A la CIDH le resulta esencial reafirmar que tiene un poder que para ella es de medular importancia. En los casos que le son sometidos, con frecuencia figuran como parte involucrada los Estados que firmaron el pacto de San José de Costa Rica. Cuando un Estado es acusado de vulnerar alguno de los derechos humanos que la corte ampara, puede ocurrir que ese Estado intente cuestionar la competencia de dicha corte. Ello la ha llevado a reafirmar en repetidas oportunidades un poder que es inherente a su propia naturaleza, en tanto organismo que ejerce funciones jurisdiccionales: el poder de fijar los alcances de su propia competencia. Si la corte dejara a la voluntad de los Estados fijar cuál es su competencia, estaría limitando sus funciones de una forma tal que con el tiempo haría devenir inútil su propia existencia. Si reclama este poder para sí misma, resulta obvio que no cometerá el error de intentar fijarle los límites de su competencia al TC; vale decir, a un organismo que, al igual que la propia CIDH, cumple funciones de cuya naturaleza emana el poder aludido.

Hay, sin embargo, una tercera opción que no consideré y que es la que en realidad tenía en mente el Rectorado, según lo dio a conocer mediante su respuesta a mis comentarios en la citada reunión. Se dijo que se buscaría construir un caso en torno al tema de la «libertad de enseñanza» o «autonomía universitaria». Es cierto que la libertad de enseñanza es un derecho reconocido por la CIDH; sin embargo, una cosa es que a partir de él podamos construir un caso y otra muy distinta que podamos ganarlo.

A la CIDH son sometidos casos en los que ha habido alguna vulneración de derechos humanos, comprobada y fehacientemente documentada. Ello requiere probar que se han cometido actos tales como asesinatos, detenciones forzadas, torturas, incumplimiento en el pago de compensaciones, opresión de minorías por parte de sectores que hacen abuso de poder, etc. Que yo sepa, no tenemos ninguna evidencia debidamente documentada de que nuestra autonomía universitaria haya sido vulnerada en algún momento. Asumo entonces que se buscará construir el caso en torno a la idea de que el cardenal Cipriani –o el Sr. Muñoz Cho para efectos legales– representa una amenaza a nuestra libertad de enseñanza.

Personalmente, encuentro obvio que si sometemos un caso construido en torno a este tema, el fallo nos será desfavorable. La CIDH no va a sentar jurisprudencia emitiendo un dictamen que esté basado únicamente en consideraciones subjetivas y en suposiciones construidas a partir de la imagen que ante nuestros ojos proyecta Cipriani. Para empezar, la CIDH no va a ver en el cardenal a esa persona en especial que es Cipriani, sino al arzobispo de Lima; es decir, a quien ocupa el sitial más alto en la jerarquía eclesiástica peruana. La CIDH, como toda corte con jurisdicción internacional, apela no solo a consideraciones de carácter netamente jurídico, sino también, y a veces primordialmente, toma en cuenta aspectos de política internacional. La CIDH tiene bien claro que no puede poner en riesgo su actual proceso de consolidación internacional, sentando jurisprudencia con dictámenes que pudieran restarle credibilidad.

Nuestro caso, al ser visto desde una perspectiva algo más amplia que la ofrecida por el Fundo Pando, no aparece como uno donde una parte débil e incapaz de defenderse frente a un gran poder decide acudir al ámbito internacional en busca de una justicia que le ha sido negada en su propio país. Nuestro caso será visto más bien –independientemente de las formas que se elijan para presentarlo– como una disputa ligada a una cuantiosa herencia y que involucra a dos poderosas partes: el Arzobispado de Lima y la universidad privada más importante del país. De someter ante la CIDH un caso como este, se estará conduciendo a la Universidad a un fracaso aún más seguro que el que sería de esperar bajo las otras hipótesis antes mencionadas.

Aun poniéndose en el escenario más favorable –en mi opinión imposible de concretarse– de que el dictamen de la corte no fuera contrario a nuestros intereses, lo único que cabría esperar sería un fallo cuya ambigüedad sería tal, que nos resultaría tan útil a nosotros como a la parte contraria. Si, en cambio, el fallo de la CIDH nos resulta desfavorable, tendremos entonces que afrontar una situación sumamente difícil. En el ámbito externo, es de esperar una arremetida mediática de proporciones bastante mayores a las que se dieron luego del revés que nos significó el dictamen del TC. Difícilmente quedará en la opinión pública un sector que nos apoye, si también en el plano internacional es declarado infundado nuestro reclamo. De otro lado, nuestras autoridades verían muy menguada su credibilidad frente a la comunidad universitaria y con ello se configuraría una situación de grave inestabilidad interna, de la que solo sacarían provecho nuestros adversarios.

Hecho este balance, no veo motivo alguno que justifique acudir a la CIDH. Y si a todo esto añadimos los muy cuantiosos gastos que ello implica, no dudo que ir a la CIDH sería un grave error. En todo caso, quienes piensen lo contrario deberían manifestar con claridad qué dictamen se espera obtener al abrir un proceso ante la CIDH, y qué provecho se derivaría de él. Ese provecho debería ser tal que justifique dos cosas: que corramos el riesgo de sufrir un duro revés y que financiemos los altos costos que un proceso de esa naturaleza demanda.

Mis consideraciones son, ciertamente, susceptibles de contener algún error de razonamiento o apreciación. Por ello, me parece indispensable que las mismas sean comparadas con eventuales consideraciones que sustenten la decisión de acudir a la CIDH y que no han sido presentadas aún a la comunidad universitaria. No solo en tanto miembro de esa comunidad –y, por tanto, copropietario de los bienes que constituyen nuestro patrimonio–, sino también en mi calidad de miembro de la Asamblea Universitaria, creo tener el derecho de participar en la toma de una decisión cuya trascendencia es indudable.

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Carta del Dr. Luis Bacigalupo en respuesta a este artículo.

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