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La felicidad compartida de Arturo Corcuera

  • Andrea Cabel
    Licenciada en Literatura por la PUCP. Master en Literatura por la Universidad de Pittsburgh.

Siempre pensé, contigo, que si uno se dedica a la poesía debe hacer de su vida algo que esté a la altura de sus versos.

La última vez que nos vimos, te pregunté lo mismo que te había preguntado en una de nuestras primeras conversaciones, cuando andábamos bajo el sol, en Santa Inés, mirando a tu tordo dar vueltas cerca de tus libros, decidiendo cuál ojear primero. No sé bien si te pregunté aquello hace un par de meses, por curiosidad o por comprobar tu prodigiosa memoria. De hecho, no sé por qué te nombraste «desmemoriado» en tus Memorias, cuando todos los que te conocimos sabemos que tu mente era un artefacto prodigioso, capaz de recordar detalles del pasado con una capacidad avasallante. Sabías las fechas, las sensaciones detrás de cada una de ellas, los nombres y apellidos de tus amigos y de los amigos de estos, sabías hasta cuándo salías de la clínica, dónde debía ir tal o cual párrafo de lo que iba a ser luego Vida Cantada. Ahí estaban Javier y Nadiana, tus hijos, que volaban a la velocidad de tu memoria, tratando de entender cómo ibas más rápido que Wikipedia. Sorprendidos y riéndose de tus ocurrencias, y de cómo tu lucidez hacía que todo lo demás se empequeñeciera.

Querido Arturo: lo curioso fue que tu respuesta fue la misma que me diste hace más de 10 años. Y más aún, tus gestos también fueron los mismos: tu mirada buscando a un gato o a un conejo, no estoy segura, pero perdida en algún lugar del horizonte, tus labios muy juntos, como queriendo apretar cada sílaba para que la fuerza de tus palabras fuese contundente e invariable para siempre. Yo te pregunté qué es lo que más deseabas para ser feliz. Pensé que no te faltaba nada. Y que si te faltase algo, podrías crearlo. Y tu respuesta fue la misma. «¿Cómo puedo desear algo para mí, para mi propia felicidad, mientras otras personas sean infelices? Yo quiero que la felicidad sea algo que compartamos todos y que a nadie le falte. Quiero que tú seas feliz, Andrea. Que tú y que todas las demás personas del mundo lo sean también. Así seré feliz yo».

Tú entendiste, siempre, Arturo, que sería egoísta caer en la trampa de querer monopolizar un bien tan preciado como el amor, la felicidad o, incluso, la generosidad. Por eso nos enseñaste, a todos los que te conocimos de verdad, a entregar sin pedir a cambio y nos enseñaste a desear el bien sin mirar a quien. Mantuviste esta respuesta hasta días antes de fallecer, y me la entregaste desde hace más de diez años y ha sido una de las lecciones de vida más grandes que he tenido.

Siempre pensé, contigo, que si uno se dedica a la poesía debe hacer de su vida algo que esté a la altura de sus versos. Vivir como si fuera la escritura de un poema. Eso que hiciste tú con tu vida, con el amor a tus animales, a tus hijos, a tus amigos y a los desconocidos a los que les deseaste la felicidad también. Puedo decir de ti, lo que tú dijiste de Heraud, que “se advertía en sus ojos/ que soñaba / en ardiente vigilia, como nadie”. Y hoy, que es tu cumpleaños, y que Lima tiene un clima más amable con nosotros y se parece a Santa Inés, te regalo estas palabras y este trozo de mi memoria.  Me detengo a oír en el silencio “algo que no cabe en su tamaño”, como decías tú. Algo que no es tu ausencia exactamente. Algo que se parece al sonido del mar, al sonido de tu mano cuando escribe un poema. Feliz cumpleaños, querido Arturo, desde esta sentida felicidad compartida.

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Arturo Corcuera

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