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El periodismo como lugar de la memoria

  • Mario Munive
    Director de la carrera de Periodismo de la Facultad de Ciencias y Artes de la Comunicación

Nunca estuvimos tan expuestos a tanta información emitida en tiempo real. Nunca la habíamos olvidado tan rápido.

Walsh buscaba justicia para las víctimas. Nunca la encontró en los tribunales. Lo que sí logró con el tiempo fue arrancar esta historia del olvido.

Volver al pasado no debería ser un ejercicio de nostalgia en el periodismo. Un cúmulo de historias y personajes se esconden allí desde que fueron excluidos de la agenda noticiosa construida por los medios. Extraerlos de esa oscuridad y contarlos por primera vez es un imperativo que reivindicamos para este oficio.

Novela y reportaje a la vez, Operación masacre es una obra singular que merece mayor atención. Rodolfo Walsh, su autor, combinó procedimientos rigurosos de reportería periodística con técnicas narrativas propias de la literatura. Su historia transcurre a mediados de los años cincuenta y revela el asesinato de cinco civiles, acusados de insurrectos, en un descampado de Buenos Aires. Los primeros relatos de su denuncia se publican en diarios de escasa circulación. Luego esos textos serán hilvanados en un libro estremecedor. Aparece en 1957, ocho años antes de A sangre fría, otro texto fronterizo, basado en la realidad pero magistralmente urdido con las herramientas de la ficción. El misterio que Walsh desentraña en su libro se publica antes del boom del nuevo periodismo americano, y de la fama que consagraría a cronistas como Tom Wolfe y Gay Talese, maestros en el arte de hacer del periodismo una experiencia estética.

Lejos de ese glamour, y a ratos en olvido, Walsh es nuestro referente más próximo. Su intensa y visceral vocación por este oficio nos acerca al periodismo que buscamos rescatar aquí. Pronto se cumplirán sesenta años de la primera edición de Operación masacre, un texto que hurgó en un pasado reciente y mostró hechos que otros querían ocultar. Esa es la lección que inspira nuestro trabajo como docentes en una escuela de periodismo.

Es una noche del verano de 1957. Walsh escucha una revelación que lo va a dejar helado. Frente a un vaso de cerveza en un café de Mar del Plata, una voz amiga asegura: “Hay un fusilado que vive”. No es un fantasma, es el sobreviviente de una matanza. Poco después logra entrevistarlo y escribe su testimonio con premura. Poseedor de una historia que le quema las manos, inicia un largo trajinar por redacciones. Intenta publicar su crónica, pero no encuentra dónde. Ninguno de los grandes diarios y revistas de Buenos Aires muestra interés. Ningún editor se conmueve con la nota exclusiva que se irá arrugando en sus bolsillos. Pero Walsh no abandona el caso. Sostiene la que será una tenaz y prolongada recopilación de documentos y testimonios. Toca todas las puertas que es necesario tocar, busca fuentes vivas, habla con las viudas y los huérfanos de las cinco víctimas, descubre de a pocos que otros seis “fusilados” también sobrevivieron, obtiene la versión de conjurados y prófugos, y convence a burócratas y autoridades de que le proporcionen evidencia material contra los autores de la masacre. A medida de que su investigación avanza, a lo largo de 1957, encuentra periódicos con pocos lectores, pero con directores osados y dispuestos a publicar las primeras versiones del caso. Luego él las juntará en el libro, y el acoso y las represalias no tardarán en llegar. Walsh buscaba justicia para las víctimas. Nunca la encontró en los tribunales. Lo que sí logró con el tiempo fue arrancar esta historia del olvido. Su investigación demuestra que, al indagar y revelar hechos del pasado, el periodismo también puede ser un lugar de la memoria.

Buscar memoria cavando en el terreno de hechos que no alcanzaron la categoría de noticia es un hoy un desafío mayor para los periodistas. Adictos a la tecnología, vivimos hipnotizados con la posibilidad de contar únicamente el presente. Nunca estuvimos tan expuestos a tanta información emitida en tiempo real. Nunca la habíamos olvidado tan rápido. Lo que ayer se difundió con despliegue, hoy ya no interesa a editores y reporteros. Y esta idea de difundir la mayor cantidad de contenido, con exacerbada celeridad y concisión, no solo dificulta la comprensión del presente. También está borrando el pasado de la agenda informativa. Este aflora solo como efemérides o remembranza en la memoria oficial. La noción de descubrimiento, denuncia o hallazgo “histórico” resulta cada vez más ajena al quehacer periodístico. Los expertos advierten que la obsesión por lo urgente ha homogenizado los contenidos, los ha vuelto endogámicos y circulares. Por esta vía se reprime los últimos intentos de creatividad en las grandes redacciones. Lejos de construir memoria, la industria de los medios difunde un contenido que parece hecho para el olvido.

Ciertamente, somos esclavos de la actualidad, vivimos atentos a lo que pasa, pero no estamos aquí solo para dar cuenta de lo más reciente. Un periodismo de calidad no debería darle la espalda al pasado, más aún si allí se esconden vidas y hechos que explican nuestro tiempo, más aún si a partir de estas historias podemos encender luces sobre lo que vendrá. No hay mañana sin ayer. Esta es una frase que nos mueve. Roberto Herrscher, cronista argentino y profesor universitario, sostiene que es una obligación del periodismo llevar la vista atrás, encontrar las cosas perdidas, descubrir a los personajes olvidados y esclarecer los hechos que mucha gente quiere mantener ocultos. Debemos poner en práctica este mandato. Necesitamos conectar a nuestros lectores con un pasado que les pertenece, hacer visible, tangible y perdurable aquello que –sin crónica y memoria –pronto se desvanecerá en el aire.

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