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El maestro Enrique Carrión

  • Carla Sagástegui
    Docente del Departamento de Humanidades.

Enrique Carrión Ordóñez (1934-2014) se había especializado en lexicografía, aquella parte de la lingüística que se ocupa de los principios teóricos para la composición de diccionarios. Y es indudable que los peruanismos eran una de sus pasiones principales. Pero su intención no era simple y llanamente la elaboración de un correcto diccionario etimológico de peruanismos, constreñido a la normativa lingüística. Carrión echaba mano de todo aquello que pudiera servirle, revisaba obras de literatura, historia, folklore, producción de periodistas, eruditos y hasta de aficionados. En una época en la que las disciplinas académicas todavía continuaban enfrascadas sobre sí mismas, nuestro maestro era capaz de establecer un diálogo profundo y curioso con todas las áreas del conocimiento que le permitieran reconstruir la cosmovisión de una época. Sus trabajos sobre el léxico en la ilustración lo podían llevar hacia la cocina (otra de sus pasiones) o hasta la jerga de los presidiarios. Siempre en busca de comprender la fascinación que las palabras producen en los seres humanos, su obra se convirtió en una base fundamental para historiadores de la talla de Alberto Flores Galindo que recurrían a él cuando necesitaban descifrar el significado de palabras que hoy nos son desconocidas pero que resultan ser claves en nuestra historia.

Ante mi generación en la especialidad de Lingüística y Literatura, fue presentado como un profesor temido por su seriedad y exigencia. Eran legendarios sus controles de lectura sobre el Poema del Mío Cid o sus exámenes de literatura colonial. Sin embargo, el maestro que conocimos, fue una persona capaz de establecer en cada clase innumerables conexiones entre distintos ámbitos y épocas del conocimiento; durante sus exposiciones se abrían ante nosotros un paréntesis tras otro que al inicio nos dejaban confusos, pero que nos conducían a seguir conversando con él en la cafetería de letras, discutiendo en nuestras casas después de clases, para intentar cerrarlos y comprender, finalmente, que cada obra y sus estudios formaba parte de un universo infinito de preguntas que nunca dejaría de alentar nuestra imaginación y de abrir nuevos paréntesis en el estudio de la historia lingüística y literaria.

Pero la huella más importante que dejó en nosotros fue la atención que nos prestó a cada uno, adolescentes llenos de problemas personales en tiempos difíciles de violencia y austeridad. Nos escuchaba con atención y cuidado. Nos respondía con consejos y citas de poemas, nos llevaba a los estantes de la biblioteca central (en ese entonces, de acceso prohibido a los estudiantes) y se sentaba en el suelo con nosotros, rodeados de pilas de libros, a conversar sobre nuestras dudas y a resolverlas en medio de búsquedas que, sin internet, a veces resultaban tan angustiosas como nuestra vida misma.

Revisando sus libros y artículos para esta reseña, encontré su discurso de incorporación a la Academia Peruana de la Lengua. Hoy, tras años de no poder haber conversado con él por la triste condición que lo alejó de las aulas, pienso en cuántos de sus estudiantes sentimos lo mismo respecto de Carrión cuando dio inicio a su discurso: “¡Cómo hubiera alcanzado yo las luces y las galas de los hombres de letras que han tenido la generosidad de convocarme a su compañía!” No me queda, pues, más que agradecer al maestro Carrión porque su generosidad hacia el lenguaje y la literatura y hacia la vida ha quedado en cada uno de nosotros.

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