A medio siglo de una tragedia nacional
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Fernando Bravo Alarcón
Sociólogo y docente del Departamento de Ciencias Sociales
Este fin de mes (31 de mayo) se conmemora 50 años del fatídico acontecimiento que marcó un antes y un después en la historia de los desastres del país, cuando un sismo de 7.9 grados hizo trepidar su región norcentral y se abatió contra el Callejón de Huaylas (Ancash). Tal fue la energía liberada que un glaciar del nevado Huascarán se desprendió y se precipitó contra las poblaciones de Yungay y Ranrahirca, recorriendo en parte la misma trayectoria de aluviones pasados.
La desgracia trajo cambios sustantivos. Por ejemplo, obligó al Estado peruano a instituir, en 1972, un sistema de defensa civil, con lo que las visiones sobre los desastres como ‘castigo de Dios’ o como resultado de ‘la furia de la naturaleza’ irían perdiendo sustento».
Dicho desastre es, a la fecha, el más mortífero que alguna vez haya golpeado a la sociedad peruana: 80 mil muertos, 20 mil desaparecidos y 800 mil damnificados, sin contar las pérdidas materiales o su incidencia en la economía nacional. En medio de los discursos desarrollistas y revolucionarios de la época, esta tragedia nos recordó que éramos un país donde los desastres visibilizan los problemas no resueltos de nuestro (sub)desarrollo, en el que conceptos como prevención o vulnerabilidad sonaban desconocidos.
Pero como toda situación límite brinda oportunidades, la desgracia trajo cambios sustantivos. Por ejemplo, obligó al Estado peruano a instituir, en 1972, un sistema de defensa civil, con lo que las visiones sobre los desastres como “castigo de Dios” o como resultado de “la furia de la naturaleza” irían perdiendo sustento. De esa forma, no solo se reconocía lo desafiante de la dinámica tectónica y climática de nuestro territorio, sino también que la irresponsable forma de ocuparlo, la pobreza y la informalidad intensificaban su vulnerabilidad social ante diversas amenazas naturales. Asimismo, Huaraz tuvo que reconstruirse, mientras Yungay debió reasentarse y rediseñarse, acaso confirmando las tesis sobre el papel transformador de los sismos a través de un proceso de “destrucción creadora” o “modernizadora”.
Se hace necesario extraer lecciones en materia de prevención ante riesgos y desastres, así como recuperar la memoria en torno a qué fue la tragedia del Callejón de Huaylas, cuál es su significado, qué lecciones nos brinda como país de gran tradición sísmica».
Sin embargo, no basta con repasar los luctuosos eventos de lo ocurrido en mayo de 1970, de por sí importantes. Se hace necesario extraer lecciones en materia de prevención ante riesgos y desastres, así como recuperar la memoria en torno a qué fue la tragedia del Callejón de Huaylas, cuál es su significado, qué lecciones nos brinda como país de gran tradición sísmica, porque, como dice la experta mexicana Luz María Silva, “donde ha temblado seguro va a volver a temblar”.
Por eso, vale preguntarnos: ¿los peruanos hemos desarrollado una cultura de terremotos o de fenómenos de El Niño al igual que los países caribeños han gestado una cultura de huracanes? En el imaginario colectivo nacional tales amenazas no forman parte sustantiva de nuestro repertorio de miedos y temores. En situaciones de “normalidad”, es la inseguridad ciudadana aquella que preocupa a la gente, como lo registran muchas encuestas, mientras que ahora, en circunstancias extraordinarias, la COVID-19 se apodera de nuestras angustias.
El medio siglo transcurrido aún no logra desterrar entre nosotros la creencia de que los desastres son naturales. Tampoco ha permitido asumir conciencia de que nuestras ciudades se han vuelto más vulnerables y riesgosas. Parece que construir compromiso e interés cívico en torno a nuestras propias irresponsabilidades en materia de desastres tardará mucho tiempo más y, quién sabe, acaso aguardará lamentables eventos futuros.
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