Piñera y el fin de la concertación: una mirada desde la historia
Hace veinte años, al iniciarse el periodo gubernamental de la concertación, abrigué algunas esperanzas de que los pueblos peruano y chileno limasen asperezas y se enrumbasen hacia su reconciliación.
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Daniel Parodi
Docente del Departamento de Humanidades
La razón de mis expectativas se centraba en que en dicha coalición existía una fuerte presencia de miembros de la izquierda que fueron víctimas de la represión política en tiempos del pinochetismo.
Mis esperanzas aumentaron debido a la importancia mundial que en la década de 1990 se le asignó a la memoria colectiva y la recuperación del pasado. Por aquellos días, la política chilena se polarizó entre quienes defendían al régimen militar de Augusto Pinochet y los que exigían su procesamiento por violación a los derechos humanos. En dicho contexto, me daba la impresión que las críticas al daño ocasionado por el Estado chileno a su propia población –las que provenían incluso de voceros del oficialismo– podían motivar la revisión de su relación con los países que confrontó militarmente en tiempos pasados.
Sobre el particular se presentaron algunos amagos. Así, una serie de gestos amistosos de la presidenta Bachelet al iniciar su gobierno –entonar el himno nacional del Perú y devolver parte de los libros sustraídos de la Biblioteca Nacional por las fuerzas de ocupación chilena– dio la sensación de iniciar un positivo cambio de discurso.
Cuatro años después, sin embargo, el fracaso es el denominador común de las relaciones diplomáticas peruano-chilenas durante la gestión de la presidenta saliente, así como durante todo el periodo de la concertación. Por ello es pertinente preguntarse qué puede haber ocurrido en Chile para que durante los últimos veinte años nuestro vínculo, lejos de distenderse, se haya obturado al punto de generar un clima casi permanente de hostilidad y tensión.
La historia puede aportar luces claras para respondernos esta interrogante. El estado chileno sentó sus bases en una sólida alianza entre la clase política, la clase empresarial y las fuerzas armadas, la que se constituyó durante la primera mitad el siglo XIX. El fundamento de esta unión que de aquí en –adelante denominaremos «pacto fundacional»– es la apuesta por los liberalismos político y económico, así como por ejercer una posición geopolítica y militar hegemónica en el área sudamericana.
En 1970, la victoria electoral del comunista Salvador Allende supuso la ruptura del acuerdo, por lo que su programa de reformas desencadenó la violenta reacción de la derecha política, la clase empresarial y la casta militar. Es así que con el golpe del 11 de septiembre de 1973 y con la dura represión política aplicada tras éste, se reestableció el statu quo anterior.
En 1989, al reinstaurarse la democracia en Chile, la concertación debió enfrentar un complejo conflicto de intereses. Por una parte había que desmontar la militarización del Estado legada por el dictador Pinochet; por la otra, había que mantener el pacto fundacional. Veinte años más tarde, parece que la segunda alternativa ha triunfado en la disyuntiva.
Un ejemplo muy paradigmático de aquello se encuentra en la solución que el Ministerio de Educación chileno le dio –en la década pasada– a la controversia que suscitó la enseñanza del periodo pinochetista en las escuelas públicas y privadas. El problema se resolvió con la aplicación de una política del silencio y el olvido. Así, los manuales escolares de Chile subrayan los éxitos de las políticas económicas aplicadas entre 1973 y la actualidad, mientras que omiten la discusión de los aspectos más controversiales del régimen militar.
Es por ello que no sorprenden los fracasos de los gobiernos de la concertación por propiciar un acercamiento al Perú y Bolivia. Más bien, lo que las últimas décadas han mostrado es a un estado chileno que, ante las demandas territoriales de sus vecinos, ha optado por blindarse militarmente y cerrar las puertas del diálogo, las que sólo abre para configurar intrigantes acercamientos a Bolivia en contra del Perú y viceversa. Así, la posición tradicional de Chile en temas internacionales parece una cuestión no negociable en las bambalinas de su política interna, realidad que pregonan, a voz en cuello, los representantes de su cancillería.
Es por ello que encontramos harto ingenuas las voces que en el Perú celebran el triunfo de Sebastián Piñera como la gran posibilidad de la integración peruano-chilena, vistos los capitales que el presidente-empresario tiene invertidos en el Perú. Es posible que, desde su particular perspectiva, considere el mandatario electo que la resolución de los contenciosos pendientes con el Perú y Bolivia favorecerían la integración comercial. Sin embargo, también lo es que los sectores más nacionalistas chilenos –las fuerzas armadas– están mucho más cerca de él que de sus homólogos de la concertación.
Ciertamente, sería deseable que Piñera despertase en Chile una vocación de liderazgo positivo en América Latina, que promoviese la integración política y económica de la región, imitando el buen ejemplo europeo. Sin embargo, parece prudente observar atentos el desarrollo de los acontecimientos. La historia juega en contra del presidente-empresario, el pacto fundacional y la fuerza armada chilenos también.
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