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Disonancias ambientales: la paradoja de Giddens

  • Fernando Bravo
    Sociólogo, Magíster en Desarrollo Ambiental y docente TPA del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP

Tras algunos años de creciente exposición mediática de coyunturas marcadas por hechos ambientales, las encuestas comienzan a detectar cierta preocupación social en torno al estado del ambiente y de los recursos naturales en el país. Desde el 2008 a la fecha los sondeos ya la registran como un asunto de interés público junto con la delincuencia, el desempleo o la corrupción.

La defensa del ambiente se ha convertido socialmente en un valor, en algo positivo y deseable. Gobernantes, empresarios, medios, intelectuales, tecnócratas, líderes sociales, coinciden en la necesidad de “hacer algo” por salvaguardar los ecosistemas, disminuir la contaminación o  mitigar el cambio climático, hasta el punto de convertirlos en una opción “políticamente correcta”. Pero, ¿esta valoración de lo ambiental ha dado paso a comportamientos y decisiones concretas?

La distancia entre lo que se dice que se debería hacer y lo que realmente se hace no es algo que deba llamarnos la atención. En el caso peruano, desde los años noventa los sucesivos gobernantes se vienen declarando firmes adherentes del desarrollo sostenible. Sin embargo, sus decisiones de política no han corroborado dicha adhesión. Lo mismo ocurre con las empresas extractivas: su apuesta por la responsabilidad social y ambiental no siempre se materializa en decisiones respetuosas de los ecosistemas y los medios de vida de las poblaciones vecinas. De allí la proliferación de tantos conflictos durante la última década.

Una forma de analizar esta disonancia en los asuntos ambientales ha sido ensayada por el sociólogo inglés Anthony Giddens en su texto La política del cambio climático, a través de lo que denomina la “paradoja de Giddens”. Esta se refiere a la contradicción suscitada entre, de un lado, el conocimiento que el público maneja sobre los riesgos del cambio climático y, de otro, la ausencia de acciones dirigidas a mitigar dicha amenaza en razón ya que sus peligros no se perciben tangibles ni inmediatos, sin advertir que este riesgo se hará mucho mayor y cualquier acción posterior devendrá en tardía. O sea, pese a conocer los peligros del cambio climático, la ausencia de impactos visibles en el presente inhibe la adopción de acciones correctivas.

En nuestro país, esta disonancia entre actitudes y comportamientos en el campo de lo ambiental se agudiza por la urgencia de otras necesidades más inmediatas y sentidas (empleo, educación, servicios básicos, etc.). La difusión de información científica sobre las preocupantes perspectivas del ambiente en el Perú y el papel de los ambientalistas o los académicos pueden ser muy importantes para ubicar el tema en ciertas agendas, pero no lo suficiente como para generar compromisos movilizadores entre los ciudadanos peruanos. Las clases medias cultivadas, supuestamente de gran adhesión democrática, tampoco parecen mostrar mucha identificación por la defensa del ambiente. No se trata de esperar ingenuamente que surjan fuertes compromisos proambientalistas, pero la paradoja de Giddens también opera entre nosotros.

Ahora, si no basta con estar informados o con haber logrado un bienestar material que facilite identificarse con ideales ambientalistas, ¿qué pasa con aquellas poblaciones excluidas y distantes que protestan cuando sienten que sus ecosistemas y sus medios de vida son amenazados por actividades extractivas y usan argumentos ambientalistas para legitimar sus movilizaciones? ¿No era que estaban poco informadas? ¿Sus preocupaciones no corresponderían, más bien, a colectividades que han superado sus necesidades básicas y que ahora abrazan causas “posmaterialistas”, como lo sería el ambiente?

Justamente, como sienten que sufrirán un perjuicio inminente, inmediato, y no a largo plazo, como en el caso de los daños que acompañarán al cambio climático, es normal que estas poblaciones reaccionen ante aquello que sienten que las amenaza directamente. Por tanto, la paradoja de Giddens parece validarse en razón que tales poblaciones no se movilizan por amenazas de largo plazo, que podrían hacerse patentes recién dentro de muchos años. Como se ven distantes, no son prioritarias ni urgentes, por lo que no es necesario protagonizar acciones políticas movilizadoras. En cambio, la degradación de los suelos agrícolas, la desaparición de fuentes de agua, la desestructuración de sus instituciones tradicionales, entre otras, sí se muestran tangibles y visibles para estas personas y las llaman a la acción. Es lo que Joan Martinez Allier denominaba el “ecologismo espontáneo de los pobres”.

Considero que la disonancia entre las palabras y los hechos en los asuntos ambientales constituyen un campo que demanda respuestas a las ciencias sociales, económicas y políticas, sin olvidar que nuestra realidad ambiental podría ya ir enviándonos las primeras señales de que las cosas no marchan tan bien en las montañas, glaciares y florestas del Perú.

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