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El 2 de mayo

Me viene a la memoria el enojo que me produjo la información, hace ya muchos años atrás, de que los ecuatorianos no necesitaban de visa alguna para poder viajar a España, requisito que sí era de rigor para los peruanos.

  • Eduardo Torres Arancivia
    Profesor del Departamento de Humanidades

Por ese entonces, no podía entender el porqué de esa actitud por parte del gobierno hispano, hasta que fui cayendo en la cuenta de que las relaciones entre nuestro país y su antigua metrópoli no habían sido las más auspiciosas desde la ruptura de 1821. En ese instante también evoqué la frase que, según un diplomático inglés, profirió Fernando VII cuando cayó en la cuenta de que su causa en América ya estaba perdida: «Jamás reconoceré a los nuevos Estados de América. Antes prefiero hacerles la guerra»; sentencia que este borbón cumplió a cabalidad puesto que, hasta su muerte, no hubo un intento claro de acercamiento entre España y sus antiguas colonias.

Ya bajo el reinado de Isabel II, tal circunstancia fue cambiando y los reconocimientos de independencia por parte de la Península fueron llegando: México en 1836, Ecuador en 1840, Chile en 1844, Venezuela en 1845, y así con todos los demás países, excepto con el Perú, que fue uno de los últimos en ser reconocidos. Sería recién en 1879, en plena Guerra con Chile, que España reconocería al Perú como república sobre la promesa de que ambos pueblos, «olvidarían todo lo pasado». Y claro que, hasta ese año, los resentimientos entre ambos pueblos habían sido muy fuertes. Por un lado, los peruanos, para alimentar su incipiente nacionalismo, debieron fundamentar la imagen de una España opresora, tiránica y auspiciadora de «vil coloniaje» (imagen que nuestro himno nacional elevó a obra artística). Por el otro, los españoles sintieron que su honor había sido mancillado, más que en la Pampa de la Quinua, en el supuesto incumplimiento peruano de lo acordado en la capitulación ayacuchana. En suma, el distanciamiento se hizo inevitable y claro, este tocaría fondo el 2 de mayo de 1866.

Ese día lo pienso siempre, lejos de todo análisis patriotero y chauvinista, como otro de esos injustos desencuentros que el diálogo y la buena voluntad entre los Estados pueden evitar. Por un lado, se encontraba un país pujante que por fin se elevaba por encima de la anarquía y que trataba de ser reconocido como una república «de verdad». Por el otro, había una monarquía en crisis que trataba de recuperar viejos bríos a través de la agresión al Perú y sobre la base de que muchos peruanos extrañaban el antiguo orden de virreyes y golillas y que todo esto podría auspiciar el resurgimiento de la monarquía en el antiguo país de los Incas.

Desencuentro injusto, como toda violencia, pero que a la larga dejó lecciones que hoy no es inútil rememorar, tales como que la independencia de un país es un derecho con ribetes de sacralidad; que el nacionalismo, en su justa medida, puede lograr que los pueblos se sobrepongan a las crisis o refunden sus proyectos de país; y que la historia, más que ser el acicate de resentimientos, debe ser el continuo ejercicio de comprensión del presente y de rescate del pasado de las mejores esencias que pueden acercar en coincidencias e ideales comunes a los distintos países.

Nota:
Para profundizar en el tema, el autor recomienda el siguiente libro, del que ha tomado algunas ideas y datos:
Fabián Novak. Las relaciones entre el Perú y España (1821-2000). Lima : Fondo Editorial PUCP / IDEI, 2001.
Hay ejemplares disponibles en la Biblioteca Central y en la Biblioteca del IRA.

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