El discurso oficial frente a la crisis de la Amazonía
La crisis en la Amazonía se ha desbordado por el quiebre del diálogo por parte de ambos grupos involucrados. Pero resulta indudable que el Estado se lleva gran parte de la responsabilidad por la fragilidad de sus políticas para la prevención y solución de conflictos.
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Juan Miguel Espinoza
Uno no puede ignorar un conflicto social por meses sin arriesgarse a que explote en escalas desproporcionadas. Ahora que las papas queman es más fácil para el Ejecutivo lanzar un discurso mediático que culpa a los nativos por recurrir al extremismo y salvajismo.
Al escuchar las declaraciones del premier Yehude Simon tras los incidentes en Bagua, me quedó claro que la consigna del Gobierno apunta a difundir la idea (poco conciliadora) de que los únicos responsables de la barbarie de Bagua son los nativos.
¿Autocrítica del Ejecutivo? Ninguna. De acuerdo a Simon, los nativos extremistas habían armado un «complot» contra la democracia. Con tal de salirse con la suya no dudaron en generar un clima de caos social sin importarles que estaban espantando inversiones extranjeras. Por si fuera poco, el Premier sostenía con una firmeza fascistoide que el sistema democrático exigía «poner orden». Al escucharlo no pude más que preguntarme en qué momento la democracia dejó de ser instrumento para el consenso político para convertirse en un sistema que pretende poner a todos en su lugar y anular las opiniones divergentes.
Mayor indignación me provocó notar la representación distorsionada que el Premier hacía de las comunidades nativas. En sus palabras, los nativos habían sido «manipulados» por sus líderes o, peor aún, por grupos políticos en carrera electoral. Estos habían engañado a los indígenas para satisfacer sus ambiciones políticas o económicas. Daba la impresión de que, para Simon, los nativos eran una masa de borregos incapaces de pensar por sí mismos y construir sus propios proyectos. Sin querer queriendo, se reproduce de forma maquillada el viejo prejuicio del «salvaje ignorante» que tiene que ser guiado por el «hombre civilizado».
Además de entes pasivos y manipulables, el Premier acusaba a los nativos de haber actuado como una masa enardecida que salió a «asesinar a sangre fría» a policías desarmados e indefensos. Poco faltaba para que exclamará: «¡Se les salió el indio y arrasaron con todo!». Simon se mostró incapaz de preguntarse por las causas que llevaron a una reacción de esta magnitud, como si, para él, fuera connatural al nativo amazónico el uso de la violencia. Tampoco dijo nada de las muertes de nativos; simplemente eran sujetos invisibles en su discurso. Sin lugar a dudas, para el premier Simon, el Gobierno tiene la razón de su lado. Simplemente, se rehúsa a ver las contradicciones de su discurso.
A grandes rasgos, detrás del discurso oficial sobre la catástrofe de Bagua hay un intento por justificar la (in)acción estatal. Se trata del viejo (pero siempre efectivo) juego de «voltear la tortilla»: responsabilizar al otro con argumentos autoritarios y racistas que calan con facilidad en la opinión pública. No en vano, el domingo 7 de junio, un diario conservador calificó, en su titular de primera plana, a los nativos como «caníbales».
El Ejecutivo se niega a enfrentar un problema estructural que no se resolverá con represión e imposición del tan aclamado «orden». Su discurso oficial plantea que el único problema es el desborde de violencia del viernes 5 de junio, cuando lo que en verdad está enardeciendo los ánimos es una actitud histórica del Estado para acoger las diferencias étnico-culturales y sus propias formas de entender el desarrollo. Bajo el falso supuesto de que los agentes del Estado «saben lo que mejor conviene» solo se logran reproducir viejas prácticas autoritarias y paternalistas que debilitan la institucionalidad democrática. Los nativos no quieren que se decida por ellos, quieren participar activamente en la elaboración de proyectos de desarrollo que respondan a sus formas de entender la realidad y a sus auténticas necesidades.
Si estas líneas están escritas con dureza es por la indignación que me produce ver un Estado que se aleja, cada vez más, de los intereses de la sociedad que representa. Al fin y al cabo, siempre resulta más fácil echarle la culpa a la gente que aceptar la incapacidad de la clase política para llenar las expectativas sociales y los vacíos institucionales de nuestra democracia. Esperemos que el Ejecutivo abandone la mediocridad de su discurso oficial, pues es la única forma de evitar la profundización del conflicto en la Amazonía. Un cambio de actitud de parte del Gobierno ayudaría a superar el «diálogo de sordos» en que la situación ha derivado. En mi opinión, el Estado tiene la pelota en su cancha. Ojalá sepa cambiar de estrategia.
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