¿Qué vemos cuando vemos teatro (y qué hace que nos guste)?
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Romina Gatti
Docente del Departamento de Humanidades
Fotografía:
Felix Ingaruca
Parece que tener conciencia de los recursos que entran a tallar en la puesta no es suficiente para evaluarla, y es cierto
Sin duda, una puesta en escena puede parecer difícil de evaluar. Uno abandona la sala, y al “¿me gustó?”, que obligatoriamente viene después de presenciar cualquier espectáculo, lo puede seguir un “¿por qué?”. Nuestra confusión puede partir, por un lado, de que para relatarnos una historia, el arte teatral utiliza un sinfín de recursos, más que cualquier otro. De hecho, según el teórico Tadeus Kowzan, son nada menos que trece los “sistemas de signos” -lenguajes sonoros o visuales- que en cada puesta pueden incluirse. Las palabras en boca del actor, el tono con que las dice, la mímica, el gesto y el movimiento con que las acompaña; el maquillaje, el peinado y el vestuario destinados a transformar a un joven en un viejo, a una mujer de nuestra época en una reina griega, si se quiere; los accesorios, el decorado y la iluminación, la música y los efectos sonoros que nos hacen imaginarnos la batalla; todos estos sistemas se entremezclan, de modo que, a la hora de producir una puesta, uno puede sentir que hay demasiado que mirar y, en consecuencia, que valorar.
Ahora bien, parece que tener conciencia de los recursos que entran a tallar en la puesta no es suficiente para evaluarla, y es cierto. La pregunta, entonces, se renueva: ¿qué hace que algunas veces salgamos del espectáculo conmocionados y que otras lo hagamos con la sensación de habernos dedicado a mirar la pared por un par de horas? ¿Por qué nos gusta, en suma, una puesta en particular, esa conjunción de distintas artes? No es, para nada, una pregunta fácil de responder: allí nos damos con que el teatro es arte, no ciencia, y que, en consecuencia, no hay una fórmula/estadística/ecuación que certifique que una puesta es buena o que no lo es. Claro, podemos evaluar con facilidad el manejo de cuestiones técnicas, como si los actores se habían memorizado sus líneas, si el volumen de la música era el adecuado o si las luces se prendieron en el momento preciso. Pero esas cuestiones, aunque importantes, son casi secundarias.
Lo que sí, creo que una puesta puede ser evaluada a partir de la emoción que genera. En la emoción –tan ninguneada cuando se trata de aproximarse desde la ciencia a fenómenos naturales o sociales– debemos confiar al evaluar teatro. Después de todo, es para hacerla brotar que los actores, el director, etc. se han esforzado tanto. Cuando la obra no nos ha producido más que fastidio, es porque ha habido, efectivamente, un fallo a la hora de activar y conectar los sistemas a los que me he referido arriba. Podremos reflexionar entonces sobre si el texto era muy plano, las actuaciones poco convincentes, la escenografía muy recargada, la música inadecuada, etc, pasando siempre cada recurso por el filtro de la emoción. En cambio, si nos detenemos en el análisis de una puesta que nos ha gustado, iremos dándonos cuenta de que esta ha conseguido trasmitirnos verdad; esto es, que nos ha movido emocionalmente porque los signos, adecuadamente articulados, han conseguido revelarnos algún aspecto importante de la vida humana. Es por eso que no hemos podido apartar la atención de los problemas de esos desconocidos: a pesar de los siglos, incluso milenios, que puede haber de distancia entre nosotros y ellos, nos hemos visto en escena, como en un espejo.
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