Triste discordia, firme esperanza
Reflexión sobre los errores de interpretación en los argumentos del arzobispo de Lima, sobre la politización de sus pretensiones y sobre la postura de los miembros de la comunidad universitaria.
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Ciro Alegría Varona
Decano de la Escuela de Posgrado
Riva-Agüero instituye a la Universidad Católica heredera universal y establece que se la reconocerá como propietaria absoluta al cumplirse los 20 años de su muerte, lo que ocurrió en 1964. El error del Arzobispado surge de una lectura precipitada de las palabras «administradora» y «perpetua», referidas a la comisión. Riva-Agüero no usó estas palabras para deshacer con una mano lo que hacía con la otra, sino en el contexto de consideraciones complementarias para el caso de que la Universidad no existiera o no estuviera en capacidad de ejercer la propiedad absoluta al cumplirse el plazo indicado. Dejo mi herencia a un niño que he adoptado y quiero como a mi hijo, a cuya formación he dedicado mis mejores esfuerzos, y designo a un albacea en la función subsidiaria de proteger este derecho y hacer cumplir mi voluntad en tanto y en cuanto el heredero no sea capaz. Muero y, décadas después, al albacea se le ocurre que puede usar el carácter perpetuo de su encargo para poner bajo tutela al heredero y tomar el control de la herencia, juzgar si el heredero ha hecho buen o mal uso, reducirlo a la minoría de edad con ayuda de la justicia. ¿Se piensa que esta extraña figura de la tutela, contraria a un concepto central de la doctrina de la Iglesia, estaría en las intenciones de Riva-Agüero por tratarse precisamente de la Iglesia, porque a diferencia del común de los seres humanos, las autoridades de la Iglesia sí tendrían derecho a mantener bajo tutela a un heredero legítimo y capaz?
Las autoridades de la Iglesia peruana no deberían extrañarse de que profesores y estudiantes defendamos una autonomía normativa y administrativa que la ley y la Constitución establecen y que ha acompañado nuestro desarrollo personal e institucional durante décadas. No deberían extrañarse de que pidamos firmemente, una y otra vez, a nuestro Arzobispo y Gran Canciller de la Universidad, que reconsidere su parecer, porque en esto, como en muchas otras materias, él no es menos humano que cualquiera de nosotros. ¿Cuántas veces los cristianos han tenido que clamar como los profetas ante errores de autoridades de la Iglesia? ¿Cuántas veces se les ha dicho que eso es hacer abandono de la comunidad de fe? ¿Acaso nos une a los cristianos una obediencia por coerción, como la que une a los súbditos con el soberano, a los militares con sus superiores? Es natural que los Obispos nos llamen a acatar la autoridad espiritual, lo que hacemos a conciencia, pero ese mismo respeto nos obliga a poner a la vista de todos un error completamente terrenal y mundano.
El propósito de que la Universidad se gobierne a la luz pública está en la voluntad del país, como lo indica la ley universitaria recientemente reforzada por el Congreso, y está entre las preocupaciones prioritarias de la Iglesia, como lo han declarado los Obispos. Así también para la comunidad universitaria de la Católica, no hay nada más natural y bienvenido que el análisis público de su gestión y la deliberación pública sobre sus objetivos. Sobre esta amplia base debe restablecerse una relación que ahora, amargada por un error jurídico, da la falsa impresión de una lucha entre la fe y el saber. El respeto que algunos sentimos hacia el magisterio de la Iglesia surge de una necesidad que se incrementa con la reflexión y la experiencia. Sabemos que la escasa lucidez humana depende de remotos y amplísimos nexos espirituales, de consejos que vienen de mucho más allá de las conveniencias visibles. Esta conciencia, creemos, es el único respaldo seguro para la educación y la ciencia. Por ello no podemos apartarnos ni de la causa que consideramos justa ni de la fe.
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