Machu Picchu y el "orgullo nacional"
Por fin, después de una larga negociación, empiezan a regresar las piezas extraídas de Machu Picchu por Hiram Bingham y depositadas en la Universidad de Yale por poco menos de cien años.
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Luis Jaime Castillo Butters
Profesor de Arqueología, Departamento de Humanidades
Ahora que están en nuestro suelo patrio ya podemos sentirnos satisfechos. Seguramente las iremos a ver al Palacio de Gobierno o, mejor aun, a la Casa Concha del Cuzco para darnos un baño de peruanidad con aires andinos (*) y reafirmar nuestro orgullo nacional. Pareciera que en el partido Perú versus Yale, hemos ganado en el minuto 90 por la mínima diferencia, con anotación de nuestro líbero goleador Alan G.
«Mozo, una caja más», porque estas raras oportunidades en las que el equipo de Perú gana no hay que dejarlas pasar, caso contrario nos tenemos que esperar hasta el próximo campeonato de vóley o el siempre pospuesto mundial de sapo. Con la recuperación de estos humildes objetos, que nunca se hubieran imaginado el recibimiento apoteósico que tendrán al llegar a Lima, con bandas y escolta oficial (y espérense a ver lo que pasa en el Cuzco), se cierra un capítulo más de la convulsionada historia de entendimiento y desentendimientos que nos provoca el pasado, y que en este caso ha devenido en una metafísica transmutación deportiva. Ojalá que en cien años podamos celebrar el centenario del retorno de las piezas, y que estas se encuentren en un estado medianamente parecido al estado en el que las hemos recibido. Permítanme dudarlo, y por supuesto, explicar mi escepticismo.
Aun cuando es cierto que, como dice Lucho Repetto en la tele, «los museos están cambiando», en la mayoría de los casos estos cambios se deben más al compromiso de su abnegado personal y al respeto que sienten las personas que le han dedicado su vida a estas cosas, muchas veces en menoscabo de su propio bienestar. El populorum no tiene por qué saberlo, pero Walter Alva no tiene casa propia, siempre ha vivido en los predios del Museo Bruning, y ahora en el Museo de las Tumbas Reales de Sipán. Su hijo Nacho se ha tenido que ir a vivir a Ventarrón, para asegurase de que el trabajo se hace bien y que ese sitio no sea depredado por huaqueros alguna noche solitaria. Muchos de mis colegas han sido enjuiciados por el Estado y por intereses particulares por tratar de proteger el patrimonio cultural, y la gran mayoría de personas que ha dedicado su vida a conservar los vestigios físicos de la memoria nacional, en museos y archivos, centros de documentación y bibliotecas, sobrevive con sueldos que seguramente serán dignos en Biafra.
No existe, ni ha existido jamás, una política pública en materia de museos o de conservación del patrimonio. Para muestra basta un botón. Nuestro añoso Museo Nacional de Pueblo Libre, fundado en la primera mitad del siglo pasado, en una casona de adobe y eternit, es vergonzoso por su antigüedad, por su falta de idoneidad para salvaguardar la integridad de los materiales que allí se guardan, por su crónica carencia de recursos; todo lo cual se traduce en uno de los museos más vetustos y aburridos de nuestro continente. Hordas de niños deambulan a diario por la mismas vitrinas que yo vi cuando era estudiante de primaria y que luego José Antonio del Busto nos exigía conocer de memoria, y que orgullosas e inmutables sobreviven sin que los nuevos descubrimientos en Caral o Sipán, Sicán o las huacas de Moche los afecten. Las colecciones, es decir, los grupos de objetos que tienen un mismo origen o que fueron reunidos simultáneamente, que se guardan allí sí que son tesoros nacionales. La colección textil es la más importante del mundo, y la colección restos humanos es, sin duda, uno de los bancos de información genética humana más sobresalientes que existen. Pero todos estos tesoros nacionales residen en una casa de adobes y quincha, que en un terremoto mediano seguramente cederá al tiempo y a la desidia; o que un incendio, mediano nomás, borrara del mapa.
Todos estamos de acuerdo en que no basta traer hijos al mundo: hay que cuidarlos, educarlos, protegerlos en los frágiles años de la infancia y aguantarlos en los insoportables y larguísimos años de la adolescencia. Los objetos del pasado, análogamente, requieren estos mismos cuidados, pero de manera permanente. Eventualmente rendirán frutos, atraerán a turistas y curiosos cuando se los ponga en un contexto digno y se les haga expresión física de las narraciones que construyen científicos y curadores. Pero muchos nunca verán la luz de una vitrina, ni recibirán el honor de aparecer a todo color en los papeles cuché de los catálogos de arte. Esos humildes artefactos, esos pequeños restos olvidados por una persona como usted o como yo, pero hace miles de años en un rincón, esos pedazos rotos de vajillas desechados en un basural también requieren nuestra protección y cuidado, porque lo que nos pueden dar en el futuro no es solo un poco más de orgullo, sino una identidad basada en la verdad, en cómo fueron las cosas y no en las fantasías de mentes alucinadas.
Lund, jueves 7 de abril del 2011
(*) Para ver un detallado, bien documentado y acucioso recuento del proceso que llevó a la recuperación de las piezas de Machu Picchu sugiero revisar los artículos de la periodista Sara Nutman del diario universitario Yale Daily News. En ellos ofrece una mirada de los entretelones que llevaron a la solución de este sonado caso.
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