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El diálogo público y la fuerza de las razones

  • Foto cerrada del profesor Pablo Quintanilla en blanco y negro. Es un señor calvo en la parte superior de la cabeza, con lentes sin marco que sonríe ligeramente. Llleva camisa y una chompa de cuello redondo oscura encima. El fondo es rosado.
  • Pablo Quintanilla
    Docente del Departamento de Humanidades

En un importante sentido, la vida intelectual de occidente comenzó hace unos 2500 años en unas pequeñas ciudades marinas del Asia Menor —territorio que actualmente pertenece a Turquía— cuando en varios grupos de individuos surgió la idea de que el intercambio de razones tiene una fuerza que puede llegar a ser igual o incluso mayor a la fuerza física. La intuición central fue formulada por Heráclito, para quien hay una estructura lógica que gobierna la realidad y de la cual somos parte. Nada puede escapar a ella, menos aún nuestras propias creencias, incluso si no nos damos cuenta.

Debemos aspirar a ser una sociedad en la que las decisiones sean cada vez más el producto de acuerdos razonados y, cada vez menos, una consecuencia de la manipulación política o emocional".

Más allá de Heráclito, la fuerza de la argumentación racional se expresa por lo menos de dos maneras. De un lado, genera consensos entre grupos que, así unidos, son más difíciles de doblegar por grupos rivales. De otro lado, un argumento bien articulado puede llegar a con-vencer a alguien de lo que no quiere ser con-vencido, y aquel puede llegar a debilitarse y desarmarse ante las nuevas creencias que ha tenido que adoptar, incluso si hubiera preferido que eso no ocurriera.

2021. Las elecciones y el bicentenario

Este es uno de los 32 artículos de especialistas PUCP que incluye el libro 2021. Las elecciones y el bicentenario. ¿Oportunidades desperdiciadas o aprovechadas?, editado por el Dr. Martín Tanaka, director de la Escuela de Gobierno y Políticas Públicas PUCP, y publicado por el Fondo Editorial de la PUCP.

REVISA AQUÍ un extracto de estos artículos o descarga la publicación completa.

El peso de la argumentación racional fue explicitado por los antiguos griegos, quienes también lo convirtieron en objeto de reflexión, pero ciertamente no es patrimonio de ellos. Lo más probable es que todas las comunidades humanas hayan tenido y tengan criterios compartidos para justificar sus convicciones y casi con certeza todas ellas también han sentido que la razón tiene un peso que puede rivalizar al de la fuerza física. Es de suponer que no siempre la razón fue (o es) equiparable al poder, pero podemos rastrear ese balance desde tiempos muy antiguos.

En 1879, el arqueólogo asirio Hormuzd Rassam, nacido en 1826 en Mosul, hoy Irak, cuando aún pertenecía al Imperio otomano, halló en el templo de Babilonia un cilindro de arcilla que contiene una inscripción en el que el rey persa Ciro el grande (559-529 a. C.) justifica su conquista de Babilonia. Sostiene Ciro que el rey babilónico Nabonido abusa de su pueblo y afirma que el objetivo de los persas es protegerlos de esa imposición y garantizar la paz. El texto del cilindro de Ciro es particularmente interesante. En primer lugar, muestra que incluso el gran rey persa siente, por lo menos en algún rincón remoto de su mente, la necesidad de justificar sus actos. En segundo lugar —si somos más realistas— exhibe algo que todos sospechamos y es que Ciro considera que le conviene políticamente decir que ha venido a liberar a los babilonios de su rey, lo que el propio Ciro seguramente no creía, para que la conquista genere menos rechazo. En tercer lugar, es notable que Ciro se dé cuenta que una justificación mala es mejor que ninguna o que intentar justificar su conquista, incluso si nadie llegara a creerle, proporciona más legitimidad que ninguna justificación. En cuarto lugar, este es uno de los primeros casos en que se admite expresamente algo que hoy consideraríamos un derecho: el ser gobernado de manera justa. En quinto lugar, el cilindro de Ciro exhibe algo que es hoy evidente: la justificación puede ser usada para persuadir sobre algo en lo que uno mismo cree, pero también para manipular al otro obligándolo a creer lo que nosotros no creemos, pero nos interesa que él o ella crea, especialmente si no es consciente de ello. Ese último caso es iluminador, porque inclusive cuando la razón es usada de manera manipuladora presupone que una buena justificación puede obligar a otro a creer algo que necesitamos que crea, dadas sus otras creencias previas, incluso si nosotros mismos no lo creemos. Es decir, el éxito de la manipulación ideológica es también una prueba de la fuerza que tienen las razones, incluso cuando son insinceras.

El éxito de la manipulación ideológica es también una prueba de la fuerza que tienen las razones, incluso cuando son insinceras".

En algún momento del desarrollo de la humanidad se activó un mecanismo cognitivo que tiene cientos de miles de años de antigüedad en la evolución de la especie. Nuestro cerebro evolucionó, entre otras cosas, para representarnos la realidad de la manera más fiel posible en lo que pueda beneficiar a la supervivencia. Una creencia es una representación particular de la realidad y hemos evolucionado para intentar determinar cuáles creencias son más confiables que otras (es decir, verdaderas), incluso si no podemos probarlo empíricamente. En esos casos confiamos en una buena justificación y no podemos evitar creer en ella, aunque no lo deseemos.

Hay una fuerza que tienen las razones que va más allá de nuestra voluntad. Uno no cree lo que quiere creer, sino lo que le resulta bien justificado a la luz de las creencias previas que tiene y sobre la base de ciertas reglas de inferencia que, muy probablemente, conforman un módulo lógico universal en el cerebro del Homo sapiens. Por eso con frecuencia uno cree lo que no quiere creer o no cree lo que quisiera creer. Es más, cuando queremos saber lo que creemos sobre algo solemos preguntarnos qué sería lo más razonable en esa circunstancia, es decir, qué creencia estaría mejor justificada a la luz de nuestras otras creencias. Naturalmente hay casos de autoengaño en que terminamos creyendo lo que quisiéramos creer, pero no son la regla. El cerebro humano es una máquina de ofrecer y exigir razones1, lo que hace que nos sintamos con derecho a reclamarlas a los demás y, al mismo tiempo, nos obliga a darlas cuando nos las piden. Hasta en los casos más radicales en que uno se propone usar la fuerza física para lograr un objetivo, suele acompañar su comportamiento con la convicción de que está justificado en hacerlo. Nunca nadie ha argumentado coherentemente que los argumentos son inútiles y si alguien lo intentara, estaría abriendo las puertas para que alguien argumentara de la manera contraria.

El cerebro humano es una máquina de ofrecer y exigir razones, lo que hace que nos sintamos con derecho a reclamarlas a los demás y, al mismo tiempo, nos obliga a darlas cuando nos las piden".

Esta fuerza de la razón ha conducido en muchos países al establecimiento de sociedades democráticas; es decir, comunidades donde se presupone que las decisiones que afectan a la colectividad deben ser tomadas sobre la base de acuerdos argumentados, más allá de los procedimientos que se empleen para garantizar o registrar esos acuerdos. Y a menos que la historia tome un rumbo inesperado, todo sugiere que las diversas comunidades irán convergiendo hacia la idea de que es deseable que así sea, porque la democracia es un ideal regulativo valioso al que debemos aspirar. No puede ser una simple coincidencia que la filosofía y la democracia hayan aparecido más o menos en la misma época y en la misma región del mundo. Tampoco puede serlo que la filosofía tienda a prosperar en las sociedades democráticas y que se agosta, desaparece o nunca llega a nacer en aquellas donde no hay prácticas democráticas de intercambio de razones para la toma de decisiones públicas.

Pero la toma de decisiones colectivas sobre la base de argumentos tiene ciertos requisitos que la hacen posible o permiten su desarrollo. Mucho se ha escrito sobre la necesidad de condiciones horizontales de derechos y acceso al poder para que el diálogo sea viable. A eso hay que añadir que el riesgo de la ausencia de diálogo no es solo la imposición sino el malentendido simple o sistemático. El malentendido simple acontece cuando sabemos que no nos entendemos, pero no se nos ocurre qué podríamos hacer para evitarlo. El malentendido sistemático es peor, pues tiene lugar cuando creemos que nos estamos entendiendo, pero eso está lejos de ocurrir, como llega a evidenciarse más tarde o a la luz de un tercer punto de vista.

El riesgo de la ausencia de diálogo no es solo la imposición sino el malentendido simple o sistemático".

Es, pues, propio de nuestra especie el habitar el espacio de las razones. Esa metáfora fue originalmente sugerida por el filósofo Wilfrid Sellars2 para aludir a la dimensión normativa caracterizada por nuestra sensación de que estamos obligados a justificar lo que decimos y creemos, y que tenemos el derecho de exigir que los otros hagan lo mismo. El espacio de las razones es diferente de la dimensión natural de las causas y efectos. El primero es prescriptivo; el segundo, descriptivo.

Cuando uno es incluido dentro del espacio de las razones es reconocido como alguien con derechos epistémicos. Por eso la injusticia epistémica3 es precisamente lo que ocurre cuando se impide a alguien a ser parte de ese espacio, ya sea de manera explícita porque no se le reconocen esos derechos o de manera fáctica porque, aunque se los reconozcan, en la práctica él o ella no puede ejercerlos porque sus razones no son escuchadas de la misma manera dado que pertenece a un grupo social discriminado. Así pues, una forma de sometimiento particularmente nocivo se da cuando alguien no es reconocido dentro del espacio de las razones, esto es, cuando no se considera que uno tenga que justificarse frente a él o ella. Ciro el Grande, quizá a regañadientes, incluyó a los babilonios en este espacio, pero un dueño de esclavos no sentía que tuviera que justificarse frente a ellos. Hay, sin embargo, algo aún peor, y esto ocurre cuando el otro es tan invisibilizado que ni siquiera se le exige que justifique sus propias razones. Uno tiene derecho a que los demás le exijan tener razones para lo que dice. Cuando don Felipe Guamán Poma de Ayala redactó hacia 1615 aquella famosa carta denominada Nueva corónica y buen gobierno, dirigida al rey de España Felipe III, estaba, en la práctica, exigiendo que los indígenas fueran aceptados en el espacio de las razones.

El mayor riesgo que una sociedad democrática puede tener es no solo la banalización del mal, como señaló Hannah Arendt, sino también la banalización de la sinrazón",

Hay sociedades en las que la dimensión de las razones corre el riesgo de ser decorativa. El debate público queda tan trivializado que nadie lo escucha, pues se asume que solo sustituye al silencio. Las razones no expresan su fuerza porque no se las reconoce o, si llegan a ser reconocidas, se asume que son solo formas de manipulación. Ese es el mayor riesgo que una sociedad democrática puede tener: no solo la banalización del mal, como señaló Hannah Arendt4, sino también la banalización de la sinrazón. Eso puede ocurrir cuando la sociedad no está suficientemente acostumbrada a los debates de ideas, y entonces no puede reconocerlos, o porque les ha perdido la confianza. En esos casos la razón simplemente se debilita y pierde su fuerza y, más bien, se robustece el poder fáctico.

Pronto cumpliremos 200 años como república. Son muchas las cosas que podemos celebrar, pero también muchas otras que deberemos proponernos. Una de ellas es robustecer, ampliar e incorporar a todos al espacio de las razones. Debemos aspirar a ser una sociedad en la que las decisiones sean cada vez más el producto de acuerdos razonados y, cada vez menos, una consecuencia de la manipulación política o emocional. Es importante que, en los debates políticos y mediáticos sobre problemas públicos, la población se sienta con derecho a exigir que las razones esgrimidas sean sólidas. Esa misma población debe sentirse en la obligación epistémica y moral de afinar sus criterios para distinguir la razón de la manipulación verbal. Sería deseable acercarnos al bicentenario siendo ese tipo de sociedad o, por lo menos, coincidiendo en que debemos aspirar a ser ese tipo de sociedad, incluso si sabemos que aún nos encontramos lejos de serlo.

  1. Brandom, Robert (1994). Making It Explicit: Reasoning, Representing, and Discursive Commitment. Boston: Harvard University Press.
  2. Sellars, Wilfrid (1963). Science, Perception and Reality. Londres: Routledge & Kegan Paul.
  3. Fricker, Miranda (2007). Epistemic Injustice: Power and the Ethics of Knowing. Oxford: Oxford University Press; Medina, José (2013). The Epistemology of Resistance: Gender and Racial Oppression, Epistemic Injustice, and Resistant Imaginations. Oxford: Oxford University Press.
  4. Arendt, Hannah (1963). Eichmann in Jerusalem: A Report on The Banality of Evil. Nueva York: The Viking Press.

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Jose Alvarez

En relación a la frase: «El riesgo de la ausencia de diálogo no es solo la
imposición sino el malentendido simple o sistemático», le recordaría al filosofo Pablo Quintanilla que eso aconteció en la res. 211 del CU del cual él formaba parte, donde habría actuado contra la filosofía que preconiza.