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Los retos frente a los derechos de la población originaria o indígena del Perú

El 40% de la población peruana puede ser identificada como población originaria o indígena. Las comunidades andinas y amazónicas (incluyendo sus migrantes intrarregionales y las masas de inmigrantes quechuas, aymaras, asháninkas, aguarunas, shipibos, kandozis, shapras, entre otros, que han poblado las grandes ciudades costeñas como Lima, Arequipa, Trujillo, Chiclayo, Ica, Tacna o Chimbote) constituyen la mejor muestra de esa afirmación. Pero a ese porcentaje hay que sumar al menos un 20% adicional integrado por los descendientes directos de inmigrantes de generaciones pasadas. De ahí que no sea una sorpresa saber, por ejemplo, que Lima sea la ciudad con el mayor número de quechuahablantes del Perú.

Sin embargo, ¿cuánto de esa población originaria o indígena se encuentra representada en el poder político y económico de nuestro país? ¿Cuántos de sus derechos colectivos han sido materializados en estos años de democracia y crecimiento económico? Muy poco. Basta las noticias del 9 de agosto del 2014 para notar que ninguna de los medios de comunicación importantes aborda el Día Internacional de los Pueblos Indígenas establecido desde el año 1994 por la Asamblea General de las Naciones Unidas. La población indígena pertenece aún a una población invisible sin presencia efectiva o decisoria pese a que sus miembros se encuentran en todas las actividades políticas, económicas, sociales y culturales de la sociedad peruana. Su riqueza arqueológica, costumbres, lenguas o historia son tomadas instrumentalmente pero sin valorarlas como fuente de riqueza permanente, razón de vida o propio beneficio de esa población en nuestro territorio.

Nunca ha sido política del Poder Ejecutivo o Legislativo que las comunidades campesinas o andinas, por ejemplo, puedan administrar sus propios recursos materiales (como los de la agricultura y la minería) y los aportes económicos que reciben del Estado (como los que corresponden a los servicios de salud, educación y justicia) a partir de su propia organización comunitaria. El Estado y la sociedad republicana siguen copiando y aplicando formas de organización política adversas o extrañas, sin revalorar instituciones como el ayni (contrato familiar o de acción privada aún vigente en gran parte de esa población) o la minka (contrato colectivo o de acción social vigente en la misma población) que hacen posible la agricultura, ganadería, construcción de viviendas, vías, escuelas, canales de riego, entre otras actividades y obras que son fuente de trabajo y efectiva participación honesta en dichas comunidades.

En el mismo sentido, instituciones como la justicia comunal o la jurisdicción especial de comunidades campesinas y nativas (poblaciones originarias o indígenas), con el apoyo de rondas campesinas (artículos 149º de la Constitución Política del Perú), son omitidas, interrumpidas o simplemente utilizadas por la jurisdicción ordinaria del Poder Judicial y el Ministerio Público sin valorar su efectiva presencia histórica expresada a través de la gran aceptación en su población y la gran ayuda que brindan a los propios órganos oficiales al descongestionar su carga procesal. Estas instituciones cuentan con un nivel de aceptación que puede llegar a superar el 90% de su población, en experiencias como Puno (1991, 1998, 2004) o Amazonas (2009). Esta forma comunitaria de justicia se presenta como una gran alternativa a cualquier reforma judicial, focalizada particularmente, en su austera autonomía presupuestaria.

Más allá de un nuevo Día Internacional de los Pueblos Originarios o Indígenas de nuestro país, cabe reflexionar sobre el reto que le corresponde al presente gobierno central, pero también a los gobiernos locales y regionales, y a los empresarios nacionales y extranjeros. No basta una inclusión meramente formal, con efímeros proyectos de responsabilidad social, subsidios o pensiones irrisorias. Tengamos en cuenta que hay miles de personas de dichos pueblos que son “no contactadas” o están en aislamiento voluntario y otras miles de personas que sufren por enfermedades ajenas a ellos como la hepatitis B, la tuberculosis o la neumonía.

Si creemos en el desarrollo humano y económico de todos, la acción social sobre esa realidad compleja de nuestra población originaria o indígena es prioritaria. Pero no solo es urgente la transformación de nuestras instituciones políticas y económicas, sino que se requiere ante todo de la comprensión y percepción absoluta por la equidad en nuestras autoridades, empresarios y sociedad en general.

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