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La junta de administración de la PUCP: ¿escollo insalvable?

  • Carlos Ramos
    Historiador y subdirector del Instituto Riva-Agüero.

Así, El carácter de la literatura en el Perú (1905), La historia en el Perú (1910) y Paisajes peruanos (1912), en cuanto fueran contrarios a la fe católica y a la Iglesia, debían ser corregidos y anotados. El Marqués del Saltillo como albacea especial remunerado debía cumplir este encargo en el término de tres años. Como para que no queden dudas sobre dicha voluntad, en el testamento de 1939 reitera tal exigencia: sus libros de juventud requieren expurgarse en forma póstuma. Al albacea incluso se le asigna una importante dotación económica por honorarios, viajes y el servicio de un secretario particular.

El Marqués del Saltillo nunca cumplió el encargo. Ni siquiera se dio la molestia de buscar a las autoridades eclesiásticas para ejecutar la voluntad del ilustre testador. La exigencia de la censura religiosa debió haberle parecido al hombre de letras ineficaz, superflua y hasta pintoresca. Riva-Agüero no se ocupaba en aquellos libros de cuestiones teológicas controvertidas sino de asuntos literarios, históricos y geográficos. Tampoco ejecutaron ese extremo de la voluntad del testador quienes editaron posteriormente sus obras como César Pacheco Vélez, José de la Puente Candamo o Margarita Guerra, católicos de fe inquebrantable, o quienes prepararon prólogos y estudios preliminares como Raúl Porras y Jorge Basadre. No había forma de cumplir con una cláusula que encerraba un cargo jurídicamente imposible. No es que hubiera mala voluntad ni olvido, simplemente que no había forma de cumplir ese encargo. Se habría afectado en mala forma el estilo y el contenido de esos encantadores libros. La propia Iglesia no exigió tampoco que se cumpliera en este punto la voluntad reiterada del testador. Todos optaron por considerar a la cláusula como no puesta hasta el día de hoy.

El año 2011 en el Instituto Riva-Agüero publicamos una edición facsimilar de la tesis del benefactor, La historia en el Perú, tal como la sustentó con vítores del público en 1910. Nunca se recibió comunicación alguna ni tampoco impugnación judicial por no haber respetado al pie la letra la voluntad de del benefactor. Todos entendían de consuno que era una cláusula imposible de cumplirse. Además al no albergar relevancia económica era indiferente que se cumpliera o no tal exigencia. Dudo que en nuestros días alguna institución o persona quiera que se ejecute esa cláusula testamentaria.

La indiferencia que suscitó el requerimiento de censura eclesiástica viene perfectamente a cuento a propósito de la subsistencia en nuestros días de una junta de administración perpetua para los bienes dejados por José de la Riva-Agüero. Era una forma de sustraerse a los alcances del código civil de 1936 que no permitía que una persona jurídica, con excepción de los bancos, actuase como albacea. Dada, por otro lado, la precaria situación de la Universidad Católica con pocos recursos y escasos alumnos la junta de administración aseguraría su subsistencia durante los primeros veinte años de vida del flamante claustro universitario. Se trataba, pues, la junta en la práctica y para todos los fines de un albaceazgo encubierto y lo más grave un albaceazgo perpetuo, indeterminado y ad eternum. Nada más insólito para un albaceazgo cuya naturaleza jurídica siempre será transitoria, cualquiera que sea la voluntad del testador. De allí que el acuerdo del 13 de julio de 1994, pactado en forma consensuada entre la PUCP y el Arzobispado de Lima, representado entonces por un experto en Derecho canónico, el abogado Carlos Valderrama, que actuaba a nombre del Monseñor Augusto Vargas Alzamora, limitase significativamente sus atribuciones. Actuaba en el marco estricto de sus atribuciones y bajo el perfecto reconocimiento tanto de la Iglesia católica como del Estado peruano, que siempre lo reconoció como Arzobispo de Lima y primado del Perú. Conforme al canon 375 del Código Canónico de 1983, bajo cuya vigencia se celebró el acuerdo, estaba dotado de consagración episcopal, por lo que actuaba en nombre de la Iglesia católica. Sus emisarios actuaban, en consecuencia, con credenciales autorizadas que emanaban del propio arzobispo de Lima.

Existen, finalmente, razones de carácter práctico para desactivar definitivamente la junta de administración. Cuando se estipuló el acuerdo del 13 de julio de 1994 muy poco quedaba por administrar: la organización universitaria había absorbido sus principales tareas y era imperioso evitar una doble contabilidad. ¿Acaso no es posible y hasta recomendable que la Iglesia abandone su interés de componer la junta e intervenga más bien en otras instancias como el Consejo Universitario del mismo modo, tal como lo hace actualmente en la Asamblea? ¿Qué necesidad existe de discutir acerca de la composición de la Junta de Administración? No sería más razonable, así como se eliminó la censura eclesiástica para las obras de Riva-Agüero, abandonar la idea de la vetusta junta perpetua de administración? Así los recursos y los bienes de la Universidad estarían mejor asegurados y la misión confiada por Riva-Agüero, el más importante de sus benefactores, cumplida. Invoquemos al Marqués del Saltillo.

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