El mito de la división entre lenguas y dialectos en el Perú
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Luis Andrade
Docente del Departamento de Humanidades
Lenguas y dialectos, lenguas e idiomas, arte y artesanía, religión y mito, etcétera, son divisiones que no predican solo sobre los objetos directamente aludidos, sino que también, indirectamente, construyen una distinción entre los grupos humanos involucrados en su empleo".
Hasta hace algunas décadas tuvo plena vigencia entre nosotros el mito de que hay dos tipos de entidades lingüísticas: las lenguas “de cultura” —como el español, el inglés, el alemán, el italiano— y los “dialectos”, aquellos códigos que, por diversas razones, no alcanzaban la dignidad de lenguas y, por tanto, merecían un nombre distinto que los identificara y los “pusiera en su sitio”. Si bien esta división se creó en el mundo europeo para distinguir los estándares en formación —como el italiano de base florentina— de los idiomas regionales —como el piamontés, el sardo y el friulano—, rápidamente se adaptó en el espacio americano para subordinar y colocar bajo las lenguas occidentales todos aquellos códigos manejados por los pueblos indígenas, códigos supuestamente carentes de gramática, de alfabeto y, cómo no, de un futuro claro en el mundo moderno.
El Estado peruano adoptó esta división problemática en su propio censo oficial hasta 1993, cuando la cédula preguntó: “¿Cuál es el idioma o dialecto materno aprendido en su niñez?”. Así, miles de peruanos hablantes de quechua, aimara, asháninka, awajún, shipibo, se vieron invitados por el propio aparato estatal a colocar a sus lenguas en el casillero de la inferioridad, mientras que probablemente se identificaban a sí mismos como hablantes de dialectos. Meses antes de morir, en un panel llevado a cabo en el Instituto de Estudios Peruanos, el antropólogo Carlos Iván Degregori me impulsaba a seguir una pista: “¿Qué significará para una persona hablar un dialecto, una lengua incompleta, fragmentada? ¿Qué implicancias tendrá ello para la forma como percibe su pensamiento? ¿Será un pensamiento concebido también como incompleto, pobre, quebrado?”.
Los censos, lo sabemos desde hace tiempo, no son instrumentos neutros de contabilización de la sociedad sino también finos dispositivos de construcción de las jerarquías y las identidades colectivas. Felizmente, en este caso concreto, el censo del 2007 cambió la pregunta, que se mantuvo casi inalterada en el último ejercicio censal, del 2017: “¿Cuál es el idioma o lengua materna con el que aprendió a hablar en su niñez?” es la nueva formulación. Este cambio ha sido paralelo a un repliegue más general, en el mundo hispánico, en el uso de aquella división tan nociva. El propio diccionario de la Academia ha descartado su antigua definición, que consagraba la jerarquía hasta el año 2001. Dialecto se definía entonces como un término especializado que quería decir “estructura lingüística, simultánea a otra, que no alcanza la categoría social de lengua”. Esta acepción, hay que reconocerlo, ya no va más, porque nadie la respaldaría en el mundo académico.
Sin embargo, de vez en cuando, se revive la antigua mítica división en el discurso público, a pesar de todos los esfuerzos desplegados en los últimos años, especialmente en América Latina y el Perú, por especialistas, funcionarios, hablantes y activistas, para cuestionar esta ideología en la vida cotidiana y erradicarla por lo menos del espacio oficial. El último ejemplo de supervivencia lo trae un texto escrito por nuestro premio Nobel, Mario Vargas Llosa, en su reciente elogio de la Hispanidad (así, con mayúsculas). En un artículo supuestamente crítico, titulado “Hispanidad, ¿mala palabra?”, el escritor enumera las ventajas culturales y sociales que dejó la conquista española y, entre ellas, cómo no, se encuentra “el español, una lengua que nos acerca y nos enlaza dentro de una de las muchas comunidades que constituyen la civilización occidental”.
A renglón seguido, Vargas Llosa se imagina el escenario apocalíptico que hubiera significado la ausencia de conquista hispánica en el terreno lingüístico: “Qué terrible hubiera sido que todavía siguiéramos divididos e incomunicados por miles de dialectos como lo estábamos antes de que las carabelas de Colón divisaran Guanahani” (las cursivas son mías). Hace poco un personaje de la farándula, Carlos Cacho, enarboló una jerarquía similar, esta vez entre lenguas e idiomas: “Solamente un comentario. Has mezclado una lengua y un idioma. No son dos idiomas. Para ser considerado idioma, tiene que tener alfabeto y el quechua no lo tenía”, dictaminó ante una conductora impávida al evaluar la performance de una joven artista que osó cantar el vals Suspiro en quechua y castellano.
Para el caso, da lo mismo: lenguas y dialectos, lenguas e idiomas, arte y artesanía, religión y mito, etcétera, son divisiones que no predican solo sobre los objetos directamente aludidos, sino que también, indirectamente, construyen una distinción entre los grupos humanos involucrados en su empleo. Al enunciarlas, se refuerza la división entre una categoría de productores, los de arte, y el grupo de los artesanos; entre un tipo de creyentes, los religiosos, y aquellas personas que rigen su vida por mitos y supersticiones; entre una clase de hablantes, los de lenguas (o idiomas), y la de los que hablan dialectos (o lenguas), quienes, como vemos, más que hablar un código, lo sufren, porque andan “divididos e incomunicados” por el mundo, carentes de alfabeto, por ejemplo (aunque el quechua cuente con alfabeto oficial desde la década de 1980 y se escriba por lo menos desde 1560).
Dicho de otro modo, estas distinciones refuerzan la diferencia entre un tipo de ciudadanos, los de primera categoría, y los de segunda clase, con todo lo que eso significa en términos de derechos y oportunidades. Algunos observadores ven en estas jerarquías nuevos tipos de racismo, en el sentido de que distinguen arbitrariamente, desde los espacios de poder, grupos específicos de personas, atribuyéndoles características intrínsecas que las ubican en espacios diferenciados de la vida social. Si eso es lo que la Hispanidad (con mayúsculas) significa, preferiría declararme indigenista (con minúsculas), incluso indigenista tipo Tempestad en los Andes, con todo lo démodé que pueda sonar el asunto.
Cuando el antropólogo Degregori me hizo aquella sugerencia, la desestimé bajo la creencia ingenua de que la división entre lengua y dialecto estaba en retirada. No por gusto el censo nacional, pensé, acababa de reformular su horrible pregunta de 1993. No por gusto los especialistas en América Latina estábamos logrando desterrar la palabra dialecto de nuestros usos cotidianos, reemplazándola por la de variedad. No por gusto las personas comunes y corrientes éramos cada vez más conscientes del valor de los idiomas originarios y de su igualdad de condiciones con cualquier otra lengua, en tanto sutiles y complejos repertorios para el pensamiento, la comunicación y la expresión de los seres humanos.
He aquí que nuestro premio Nobel y un personaje de la farándula nos sorprenden una vez más y nos demuestran lo lentas y morosas que pueden ser las ideologías racistas. Retomo, pues, las preguntas del agudo Carlos Iván y prometo tomarlas en cuenta en el futuro, ampliándolas un poquito: ¿cómo se siente hablar un dialecto, hablar una no-lengua? ¿Qué implicancias puede tener esta división, impuesta desde la sociedad mayor, en la propia percepción del pensamiento y de las propias capacidades? ¿Qué lugar habrá tenido el lenguaje en la construcción histórica del racismo en nuestra sociedad? Con todas sus antiguallas, el artículo de Vargas Llosa nos ha regalado un dato valioso: hay discursos jerarquizadores que creíamos olvidados en el Perú, pero que siguen tan vigentes y desvergonzados como las buenas malas palabras.
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