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El fantasma en la máquina

  • Héctor Ponce Bogino
    Licenciado y magíster en Filosofía de la PUCP

El profesor Gutiérrez añadió, a su increíble noticia, una precisión matemática: “el alma pesa veintiún gramos”.

Cuando estaba en primero de secundaria llevando el curso de matemáticas, el profesor nos reveló boquiabierto una noticia: “señores, el alma pesa”. Así lo habría demostrado un médico al pesar cuerpos humanos segundos antes y después de morir, y el resultado era clarísimo, las agujas de la balanza bajaban. El profesor Gutiérrez añadió, a su increíble noticia, una precisión matemática: “el alma pesa veintiún gramos”.

En 1989, la información sobre cómo la actividad neuronal podría generar peso era inexistente, pero yo le había dado vueltas al asunto de Dios y del alma. Me parecía un contrasentido que el alma tuviese colores, sonidos y, peor aún, peso, pues de ser así: ¿cuánto pesaría Dios o el Diablo? En la PUCP leí a Gilbert Ryle, un filósofo británico que aclaraba el problema entre mente y cuerpo, un problema tan complejo que Schopenhauer lo llamó “el nudo del mundo”, pues de él dependen valores como la libertad y responsabilidad.

En Occidente, hay filósofos y otros intelectuales que piensan que toda persona posee cerebro y mente; para otros, solo existe el cerebro. Según Ryle, la mente ni es un fantasma encarcelado en la cabeza ni una secreción cerebral. La mente es una abstracción de las destrezas del comportamiento y no una sustancia palpable emanada del cerebro. Por ejemplo, yo puedo hablarle al decano de una universidad sobre el rendimiento del alumno promedio del aula, mostrar sus notas y describir la predisposición ante el curso; sin embargo, si el decano quisiera condecorar y estrecharle la mano al alumno promedio, erraría, pues este existe como una generalización y no como un individuo concreto.

Mente y cerebro son dos descripciones sobre el ser humano con propósitos diferentes para médicos, psicólogos, neurólogos y artistas. Si se insiste y se pregunta, “pero ¿cuál es más real, lo mental o cerebral?”, Ryle alzaría los hombros, pues es como preguntar si un mapa geográfico es más real que un mapa político.

La mente, a diferencia de un cerebro, no puede ser enfrascada y embalsamada, pero tampoco es el recinto embrujado por el que transitan como zombis nuestras emociones, pensamientos y deseos: el lenguaje de lo mental no solo son abreviaturas que describen comportamientos, pues, más importante, es una descripción del ser humano como dotado de voluntad y responsabilidad. Las mentes de un Van Gogh y de un Faulkner parpadean y resplandecen en sus obras y acciones.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el filósofo Ryle fue reclutado por la inteligencia de los Aliados y después fue profesor de metafísica en Oxford. Las neurociencias no existían y él no tenía los conocimientos que ahora tenemos sobre cómo funcionan en buena cuenta nuestros cerebros. No negó que existieran procesos cerebrales, pero sostuvo que la introspección estaba sobrevalorada y que cada uno de nosotros observa su mente de la misma manera que observa la mentalidad de otras personas, la diferencia era solo gradual.

Thomas Nagel, otro filósofo contemporáneo, defendió la visión privilegiada que alcanzamos en la introspección. Ninguna persona debe eliminar su autoconocimiento y ceder a la ortopedia mental de la ciencia: la mente debe ser algo más que lo registrado en los procesos neurofisiológicos. Gilbert Ryle, que fue lector de Jane Austen y de Wodehouse –su talento fue estrictamente filosófico-, no conoció la profunda metáfora de Coleridge sobre la mente como “los reinos crepusculares de la conciencia” y quizás tampoco leyó la observación de Wordsworth: “En mi mente hay cavernas a las que el sol nunca podría llegar”, metáforas que reivindican la introspección como un camino serpenteante que a veces puede sorprendernos.

Muchos años después de El concepto de lo mental, Ryle curiosamente tuvo una visión positiva sobre la introspección y deploró la ligereza de su libro, y, sin creer que la mente exista como sustancia, confesaba que no le satisfacía ya haber explicado a la mente solo mediante el conductismo.

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