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El castellano, las leyes y la gobernabilidad

A semanas de haberse desatado la polémica en torno a la discriminación sufrida por la congresista Hilaria Supa, Flavio Figallo y Juan Fernando Vega reflexionan sobre el uso del idioma y sus efectos en la gobernabilidad. De esta manera, reabren un debate sobre el etnocentrismo, la representación y las relaciones interculturales en países plurilingües como el nuestro.

  • Flavio Figallo y Juan Fernando Vega

Como suele suceder a veces, una idea malévola e insidiosa termina produciendo efectos inesperados en espacios no imaginados. Es el caso de la reciente exposición pública de los errores ortográficos de unas anotaciones privadas de la congresista Hilaria Supa. Que alguien hable o escriba mal el castellano, es un hecho frecuente, demasiado frecuente en el Perú, y eso no solo es una muestra más de la mala calidad de nuestro sistema educativo. Puede ser que tener una lengua materna distinta del castellano explique mejor las dificultades particulares de un ciudadano respecto de otro para expresarse. Sin embargo, la explicación de la situación no evita sus consecuencias, si las hubiera.

¿Los problemas de dominio del lenguaje tienen consecuencias? Conviene partir del supuesto de que no expresarse bien en un idioma no revela nada respecto de la inteligencia de un individuo, y, menos, que puede relacionarse con su capacidad para pensar o proponer soluciones a problemas complejos (1). Sin embargo, cualquier estudiante sabe que sus posibilidades de aprender y aportar en un entorno cultural distinto del propio dependen de su dominio del idioma ajeno. Por otro lado, los italianos, habitantes de la encrucijada cultural más robusta desde antiguo acuñaron el término «traduttore, traditore» para dar cuenta  de las dificultades del traslado intercultural de conceptos que fraseara Cervantes en un texto más largo:

«… y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento.»
(El Quijote, capítulo VI).

Este asunto trasciende sin embargo las dificultades del disfrute de las exquisiteces culturales ajenas. La pregunta sobre por qué entonces debemos hablar y escribir correctamente al menos en un idioma es relevante para asuntos más radicales. Para no entrar en disquisiciones lingüísticas baste decir que ello tiene que ver, entre otras cosas, con la posibilidad de contar con buenas leyes. Si duda de lo anterior intente el ejercicio de escribir una constitución con el vocabulario que el «Puma» Carranza, ídolo de multitudes, muestra en sus entrevistas televisivas. Es más, cuanto más preciso se quiere ser en una norma, más se necesita incluir en ella un glosario de términos, de modo que sus alcances queden claros y todos los ciudadanos puedan entender de la misma manera sus deberes y derechos.

En el Perú, las dificultades lingüísticas son una barrera para la buena comunicación entre los ciudadanos. No se trata solo de que se hablan 50 o más lenguas nativas, puesto que si tomamos en cuenta las variedades del castellano local, tendríamos probablemente tres o cuatro ves más lenguas en juego. Se trata además que en muchas de nuestras culturas originarias de tradición oral ágrafa no existen las palabras, porque no están presentes las construcciones sociales que designan, sobre las que se construyen nuestras normas legales comenzando por la Constitución. Pero más generalmente, se trata de las dificultades para entendernos, para poder establecer una comunicación adecuada entre nosotros, para poder convivir mejor, para hacer más cosas juntos, para respetarnos más los unos a los otros. Hay otros países plurilingües que lo hacen, pero lo han hecho sobre la base de una normalización de las lenguas existentes que permite una altísima compatibilidad de significados.

Tal vez todos deberíamos hablar amarakaire, y escribir en esa hermosa lengua, pero de hacerlo tendríamos que hacerlo de modo tal que podamos entendernos en todos los detalles de nuestra existencia, y además estar en la capacidad de entender y darnos a entender en otras lenguas. Esto es perfectamente posible, pero no queda claro que sea práctico. Alemanes, franceses, y españoles nos muestran diferentes modos de construcción del idioma de Estado y las dificultades de los hablantes de otros idiomas en este espacio público. Los canadienses y los neozelandeses muestran otros caminos. Debemos comprender, sin embargo, que en ningún caso el asunto es banal y que no se soluciona sin esfuerzo y debate.

(1) Digamos en este margen -porque no pertenece al debate que queremos proponer- que manejar bien el idioma no garantiza un desempeño honesto, o que las propuestas formuladas de modo formalmente correcto resulten acertadas.

Más sobre el tema:

Lee el artículo «Congresista Hilaria Supa no debe ser discriminada, sostienen especialistas».

Descarga el pronunciamiento sobre el tema de los profesores de la sección de lingüística de la Universidad Católica.

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