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«Permaneceré en mi comunidad universitaria, aquí, trabajando en mi segundo hogar»

  • Marcial Rubio
    Exrector y profesor emérito de la PUCP

*Discurso pronunciado en la Ceremonia de distinción de profesor emérito del Dr. Marcial Rubio Correa

Siempre que dije que la PUCP era mi segundo hogar, me respondieron: «Marcial, es el primero». Y la que más lo señalaba era Daniela, que me decía: «Papá, te pasas el día en la Universidad, nunca te veo». Hasta que ingresó. Entonces, cesó de resondrarme. Ahora, este honrosísimo nombramiento me permite permanecer aquí, en la Universidad.

Quiero comenzar por los agradecimientos y son varios: a David Lobatón, mi anterior jefe de Departamento de Derecho, y a su consejo que propuso esta medida; a Elmer Arce y su consejo que ratificó la proposición. Al anterior rector Carlos Garatea, a sus vicerrectores y Consejo Universitario que aprobaron esta decisión, y a ustedes señor rector, señora vicerrectora y señores vicerrectores, que la promovieron y nos han ofrecido esta hermosísima ceremonia. A cada una y cada uno de ustedes, mis más sinceras gracias. Recorriendo la vista de las personas presentes, he podido recordar muchísimas anécdotas, felices e inolvidables, con cada uno de ustedes, a quienes agradezco también estar aquí.

Como ya se ha dicho, llegué a la PUCP, en febrero de 1965, a dar el examen de ingreso. Carlos Blancas, aquí presente, dio conmigo ese examen y, nunca lo olvidaré, él ingresó con el primer puesto aquella vez. Fuimos compañeros buena parte del colegio, toda la Universidad y, en realidad, toda la vida. Llegué aquí hace prácticamente sesenta años y no me he ido nunca.

El largo tiempo transcurrido me lleva a comparar brevemente, como a pinceladas, las semejanzas y diferencias de la PUCP a la que ingresé y de la actual.

En la PUCP de ese entonces, todo se hacía a mano: el examen de ingreso, el registro de la matrícula, las actas de notas, las copias del dictado del profesor o, si no habías ido a una clase, copiabas a mano las notas de alguien que te prestaba un cuaderno, también manuscrito.

Este campus, al que todos entramos ahora simplemente mostrando nuestra identificación electrónica, fue hecho con esfuerzo de muchas generaciones y sigue siéndolo".

Filiberto Tarazona Flores, gran y recordado amigo, era el encargado de imprimir los materiales que los profesores mandaban a leer y lo hacía en un mimeógrafo que era como del tamaño de una lavadora chica, con una manija grande a la que había que darle una vuelta de 360 grados para producir una hoja publicada. Si un profesor daba una separata de veinte hojas a una clase de cien personas, como había en aquel entonces, Filiberto tenía que dar 2,000 vueltas a la manija, compaginar 2,000 páginas y poner 100 grapas. Eso para una separata de un profesor en una de las aulas. Ustedes se pueden imaginar, a partir de este simple ejemplo, que hacer caminar a la Universidad en aquel entonces era una epopeya. No podíamos ni soñar con computadoras o fotocopiadoras, porque no existían.

Recuerdo también la primera vez que se hizo una base de datos en la PUCP. Era 1971. Rómulo Franco, sacerdote jesuita fallecido hace poco, y yo éramos los representantes estudiantiles ante el Consejo Ejecutivo. Así se llamaba antes el hoy Consejo Universitario. Un día, Jorge Solís, aquí presente, que era en ese entonces el director del Centro de Cómputo de la PUCP, hizo llegar una propuesta insólita. Decía: «Señor rector, quiero hacer la primera base de datos de la PUCP. Pido aprobar la solicitud y el presupuesto que acompaño».

El padre Mac Gregor, entonces rector, presentó el pedido al Consejo y, sus miembros, nos dimos rápida cuenta de que esto era colocar el futuro en el presente. Se aprobaron rápidamente la idea y el presupuesto. Ahora, con respecto al nombre, el Consejo dijo que eso de “base de datos” no sonaba muy castellano y sugería que el producto final se llamara “archivo de datos”. Jorge Solís siempre un caballero, pero bien parado en sus dos pies, contestó rápidamente: «Estimado padre rector, agradezco la aprobación de la idea y del presupuesto, pero, respecto al nombre, no se puede cambiar el de ‘base de datos’ porque eso sería como decirle a la división blindada del Ejército que haga ‘un archivo de tanques de guerra’».

Hace un tiempo conté esta anécdota a Jorge y le pregunté si la recordaba. Me respondió: «Marcial no, no me acuerdo, pero ¿sabes qué? Es perfectamente posible». En todo caso, la primera base de datos de la PUCP no nació en medio de discusiones de dinero o de detalles técnicos o electrónicos, sino de aspectos exclusivamente lingüísticos: una elegante manera de entrar en la modernidad. Por demás está decir que prevaleció el nombre que defendía Jorge Solís.

La localización de la PUCP en la ciudad también era muy distinta: se hallaba alojada en diversas casonas del centro de Lima. Aquí, en Pando, estaban solamente Ingeniería y Agronomía, esta última ahora descontinuada. La mayoría del área del campus era cultivada por campesinos. El padre Mac Gregor, quien había estudiado en Estados Unidos, tenía consciencia de la trascendencia de un campus universitario para la vida y los aprendizajes de los alumnos. Entonces, decidió venir y emprendió el viaje hacia donde estaba prácticamente todo por hacer. Pasó peripecia y media, y, de todas ellas, voy a contar solo una.

Yo soñaba con ser profesor de la Universidad pero tenía varios deméritos: no usaba saco y corbata, era heterodoxo en mis concepciones del Derecho y de la sociedad, no quería trabajar en un estudio de abogados, y venía en bicicleta".

El rector no tenía teléfono y sin él no podía trabajar. Entonces, escribió a la Compañía Peruana de teléfono diciéndoles: «Soy el rector de la PUCP y necesito una línea telefónica en el fundo Pando». La empresa le contestó muy rápida y cortésmente: «Estimado señor rector: le comunico con mucho agrado que su solicitud es la número uno en la lista de espera —era un lujo en aquel entonces, por si acaso—, pero nuestra central trabaja al 100%. De manera que usted va a tener su línea telefónica en cuanto se muera el siguiente abonado». El teléfono llegó un tiempo después. Este campus, al que todos entramos ahora simplemente mostrando nuestra identificación electrónica —y lo disfrutamos—, fue hecho con esfuerzo de muchas generaciones y sigue siéndolo.

Yo tuve la suerte de acabar mis estudios en 1971, graduarme de abogado en 1972 y poder dictar, aquel año, mis primeras clases de profesor universitario en un curso de Introducción al Derecho que daban dos profesores jóvenes entonces, Lucho Pásara y Jorge Santistevan, en Estudios Generales Letras. Me dieron tres clases y, poco tiempo después, la Universidad me otorgó una beca para ir a Inglaterra, a hacer investigación durante dos años.

Al regresar, la Facultad de Derecho me recibió con los brazos abiertos. El decano de ese entonces, Jorge Avendaño, fue el primero en decirme: «Marcial, te quedas acá, toma estos cursos y vente a tiempo completo».

Yo, en esa época, soñaba con ser profesor de la Universidad pero tenía varios deméritos: no usaba saco y corbata, era heterodoxo en mis concepciones del Derecho y de la sociedad, no quería trabajar en un estudio de abogados, y venía en bicicleta. Los espejos en los que me miraba me decían: «Marcialito, tú no tienes pinta de ser profesor de Derecho de la PUCP». Pero la generosidad de Jorge Avendaño —a quien quiero reconocer aquí en presencia de su hijo Francisco— y de mis hasta hace poco profesores, y ahora colegas, me permitieron entrar en la Universidad. Ahí, por experiencia propia, aprendí que se hace universidad con discrepancia y con mutuo respeto: que el avance del saber viene del diálogo fructífero, no de ideas impuestas o de los agravios, y que los requisitos son pensar, decir y dialogar.

Aprendí que se hace universidad con discrepancia y con mutuo respeto: que el avance del saber viene del diálogo fructífero, no de ideas impuestas o de los agravios, y que los requisitos son pensar, decir y dialogar".

Y, así, la Universidad fue creciendo poco a poco y se desarrolló de muchas maneras hasta llegar a lo que es hoy, siguiendo un camino que va a continuar. Desde el punto de vista físico, así como de la manera en que trabaja, aquella PUCP es irreconocible en la actual. Sin embargo, en el espíritu de nuestra Universidad, permanecen los rasgos de identidad que la hacen la misma PUCP ahora y entonces, más allá de las indispensables adaptaciones que requieren sesenta años de vida institucional dentro de la sociedad peruana.

Y quiero decirles solo tres cosas de las muchas que me parecen importantes. La primera es que la PUCP vive la exigencia académica y cree en ella. Yo he visto y veo todos los días protestar en la Universidad. Aquí la protesta es libre, y, a veces, viene acompañada de tambores, bombo y trompeta. Pero nadie protesta por la exigencia académica. Más bien veo profesores que exigen a sus alumnos y alumnos que exigen a sus profesores cuando estos no lo hacen bien. Ese es un valor perenne de esta Universidad, que va a continuar existiendo.

La segunda cosa importante del espíritu PUCP es que ama al Perú, que está dedicada a él, a que progrese. Todas las unidades de la Universidad hacen algo por su Perú, pero no de una manera pueblerina. Al contrario, la PUCP tiene cientos de contactos internacionales y promueve que toda su comunidad universitaria se vuelva ciudadana del mundo. Es una universidad que, en la forma, es universal pero, en sus raíces, bien peruana. Y eso es muy importante. Hoy hemos escuchado decir: «Hay que recordar el significado que tiene Perú en nuestro nombre».

La PUCP tiene un compromiso con los que más necesitan. Aquí todos trabajan, nuevamente, al lado de los que tienen carencias, tratando de aplicar sus conocimientos para mejorar las vidas de las personas".

Y la tercera cosa es que la PUCP tiene un compromiso con los que más necesitan. Aquí todos trabajan, nuevamente, al lado de los que tienen carencias, tratando de aplicar sus conocimientos para mejorar las vidas de las personas. Yo, en esto, tuve una experiencia que quiero contarles. Cuando era un profesor joven tenía un pesar en el corazón, porque enseñaba aquí, en la mejor universidad de Perú, pero había también otras universidades en las que yo podría colaborar dictando clases, pero no resultaba posible. Entonces, decidí escribir mis clases. Como se ha dicho en esta misma ceremonia, fui un profesor de aula, que extendí mi trabajo escribiendo mis cursos. Mientras los hacía, soñaba que mis libros fueran capaces de rodar por los caminos polvorientos del Perú que yo había conocido de niño y que así llegarían a todos los lugares donde fueran necesarios. Y el Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú los hizo muy bonitos y los empujó hasta los últimos rincones en los que podían ser útiles. Mi corazón está con la gente del Fondo Editorial porque me ha dado la inmensa felicidad, a lo largo de todos estos años, de tener esta mutua colaboración. Desde luego, si no fuéramos una comunidad universitaria que trabaja lado a lado, con los mismos principios e ilusiones, esto no hubiera sido posible. Es así que Fondo Editorial: ¡infinitas gracias!

Hasta aquí les he hablado de las alegrías de vivir en la PUCP. Sin embargo, hubo algunos pesares y creo que la mejor forma de decirlos es con esta canción, cuya letra en inglés dice: “Regrets, I had a few. But, then again, too few to mention” (si fuera Sinatra, la cantaría). Fueron pocos y pequeños pesares que se entrelazaron con las alegrías, a las que engrandecieron por contraste. Es todo lo que vale la pena decir de ellos.

Pero sí tuve dos situaciones en las cuales creí que me iría definitivamente de la PUCP. La primera, expulsado, y eso requiere una explicación. El año 1968, Javier de Belaunde —aquí presente— era presidente de la Fepuc, y lanzó una notable campaña para que la Universidad dejara la pensión única que tenía, porque se consideraba poco democrática, y se estableciera el sistema que, en ese momento, se llamaba de pensiones escalonadas. Las autoridades eran reticentes, no porque no creyeran en su efecto democratizador de la enseñanza sino porque, yo me imagino, pensaban: «¡Y qué pasa si establecemos las  pensiones escalonadas y el próximo mes no podemos financiar la Universidad!». No había computadoras que permitieran hacer pronósticos razonables… Pero esa Fepuc de Javier persistió. Para entender lo que sigue, hay que tener en cuenta que, en esa época, no elegíamos al rector en Asamblea. La Iglesia peruana enviaba una terna al Vaticano y el papa, su Santidad, elegía al rector.

El que discrepa no debe ser tratado como enemigo y que, cuando se toman decisiones con poder, hay que hacerlo mirando al presente pero, sobre todo, al futuro".

Entonces la Fepuc, en su Asamblea de delegados, decidió hacer un referéndum estudiantil ratificatorio de la decisión de dicha Asamblea de pedir la renuncia del rector. (Cuando me tocó defender a la PUCP durante varios años, yo rogué a Dios que, por favor, de esto no se acordara nadie. Por más que tuvo una finalidad noble, como era conseguir el sistema escalonado de pensiones, no era lo más indicado para presentarse a conversar en el Vaticano. Yo no sé si alguien se acordó pero, en todo caso, nadie dijo nunca nada: Dios escuchó).

Y, entonces, estábamos en la noche, víspera del referéndum. Ya la Fepuc había organizado todo. Al romper la mañana siguiente, comenzaría la votación. Eran las 10 p.m., más o menos, y estaba reunido el Consejo Superior en la casa Riva-Agüero. Demoró largas horas. A unos 60 metros de distancia pero entrando por otra puerta -Huancavelica 110 oficina 14, inolvidable dirección-, estábamos los dirigentes estudiantiles en el local de la Fepuc. En esa época, a las 10 p.m., Lima empezaba a dormir y había que irse porque no habría transporte. Y todos teníamos el pálpito de que nos iban a expulsar de la Universidad. Nos despedimos con grandes abrazos, asegurándonos de que nos íbamos a reencontrar donde la vida nos llevase a partir de mañana.

Al día siguiente, muy temprano, todos los locales de la Universidad aparecieron cerrados y, en las puertas, había una hojita pegada del Consejo Superior que decía, más o menos: «El Consejo Superior ha recesado indefinidamente la Universidad y no se hará ninguna actividad de ningún tipo dentro de sus claustros». Era un acto de autoridad, recio, pero no había expulsiones y eso era, también, una rama de olivo: la posibilidad de conversar.

Fue noticia nacional. A nadie se le ocurría que la PUCP fuera cerrada. El receso duró varios días. Recuerdo que el decano de Derecho Jorge Avendaño y otros profesores hicieron de intermediarios entre las autoridades y la Federación. Y así, al cabo de ‘tiras y aflojas’, ocurrió algo que, en el país, generalmente no ocurre y que es un valor inconmensurable de la PUCP: creímos los unos en los otros. Y, entonces, se reabrió la Universidad, se instaló una comisión que estudió el sistema de pagos de los estudiantes, y, en un plazo prudencial, se aplicó el sistema escalonado de pensiones que, desde entonces, sigue rigiendo hasta hoy la vida de la Universidad, más democrática y más justamente aunque, desde luego, con muchos reajustes y cambios.

Estoy seguro de que quienes deben gobernar son las personas que nos siguen, la siguiente generación. Y sé que tienen la sabiduría y el coraje para hacerlo bien".

Treinta años después, una tarde, el padre Mac Gregor y yo esperábamos un avión retrasado en el aeropuerto de Bogotá. Y, mientras tomábamos algo, le dije: «Padre Mac Gregor, aquella noche del receso… Yo me fui a casa con la seguridad de que mañana estaba expulsado y al día siguiente había una rama de olivo. ¿Por qué?». Y el padre Mac Gregor pensó un rato —siempre pensaba esas cosas— y me dijo, muy concreto, como él hablaba: «Marcial, los miembros de ese Consejo Universitario tenían la convicción de que ustedes no debían irse de la Universidad». Lo digo después de 60 años de permanencia; y no soy el único de aquellos que estuvimos aquella noche ahí que estamos hoy aquí. Entonces aprendí que el poder no debe usarse como un matamoscas. Que el que discrepa no debe ser tratado como enemigo, y que, cuando se toman decisiones con poder, hay que hacerlo mirando al presente pero, sobre todo, al futuro.

La segunda oportunidad en que creí que me iba fue en diciembre pasado. Cumplí 75 años y las normas estatutarias dicen que me jubilo —yo colaboré en hacer esas normas—. Los espejos en que me miraba me decían: «Marcial, mantienes todos los deméritos de antes y tienes uno peor: ya ni siquiera vienes en bicicleta, vienes a pie. Y no subes en ascensor, subes las escaleras. Usas tecnologías de hace 12 milenios, del Neolítico. Nadie te va a querer acá». Pero las personas a quienes agradecí al principio de estas palabras fueron generosas, nuevamente, conmigo y me han investido con esta medalla de profesor emérito.

Yo sé que la vida no va a ser igual que antes, no puede ser igual: hay que avanzar. Sé que a veces no estaré de acuerdo con las cosas que se decida y que yo las haría de una manera distinta. Pero sí estoy seguro de que quienes deben gobernar son las personas que pertenecen a las siguientes generaciones. Y también sé que tienen la sabiduría y el coraje para hacerlo bien. Yo seguiré en la PUCP, colaborando con sus muy encomiables finalidades, mientras sirva para eso (el día que ya no sirva, por favor, será de buenos amigos que me lo hagan saber) y permaneceré con alegría en medio de mi comunidad universitaria, aquí, en mi segundo hogar.

Muchas gracias.

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