"La mirada arquitectónica debe concebir un sistema cambiante y lleno de vida, no un cuadro fijo"
Darío Gazapo, arquitecto español y profesor titular del Departamento de Proyectos Arquitectónicos de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, llegó hasta nuestro campus para brindar la conferencia «Cuatro paisajes entrópicos», que se llevó a cabo el pasado mes de noviembre. Asimismo, el destacado especialista participó como jurado de las Sustentaciones de los Proyectos de fin de carrera del semestre 2010-1 de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la PUCP junto a la chilena Cecilia Puga.
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Darío Gazapo
Según Gazapo, la acción arquitectónica puede encontrar sustento hasta en el lugar más austero, de allí la importancia de que el arquitecto sea una persona capaz de reconocer no solo los elementos visibles de un paisaje, sino también aquellos que se distinguen a partir de un grado más amplio de percepción, como la labor del viento o la humedad del territorio. Conversamos con él sobre estos y otros temas.
¿A qué se refiere un arquitecto cuando habla sobre paisaje entrópico?
El paisaje es uno de los campos de acción del arquitecto en el que la entropía, como medida de transformación de un sistema, es más evidente. A un objeto se le suelen atribuir las características de permanencia y de estabilidad, creyendo que el tiempo no pasa por ellos, pero eso es mentira porque todos los edificios requieren mantenimiento. En el paisaje, estas estructuras temporales se hacen más evidentes, por lo tanto, la transformación de la energía del sistema se hace más patente. Entonces se genera un marco de percepción -en este caso sobre la exterioridad- y luego se le asigna con la palabra entrópico, porque nos interesa percibir -precisamente- que los paisajes tienen un grado de transformabilidad.
¿Cómo puede incluirse un complejo arquitectónico en un paisaje sin distorsionarlo?
A nosotros nos interesa la arquitectura como mediador entre la interioridad y la exterioridad, como un dispositivo de articulación y proposición de la forma como el individuo se relaciona con el exterior. No es un problema visual. Uno no solo mira, sino se relaciona, siente con la piel, vive entre sonidos. Creo que la arquitectura hace mucho superó su función de dar cobijo, pues también puede facilitar la relación con la exterioridad, hacer que sea algo propio y no ajeno. Hace dos años vimos en Villa El Salvador una instalación de un hospital. A mí me pareció fascinante, porque era básico, pero se notaba patente la relación de la creación de un paisaje propio. Quedó claro que hasta en los lugares más humildes se generan mecanismos arquitectónicos capaces de generar una experiencia de la visualidad mucho más activa.
¿Qué tipo de elementos toma en cuenta un arquitecto cuando interviene un paisaje?
Me atrevería a decir que se debería tener en cuenta las estructuras invisibles. Uno se tiende a dar cuenta de la morfología de un paisaje, de sus cualidades inmóviles como las montañas, su tamaño, la geometría del lugar, etc. Todo eso es objetivo, pero en el mismo paisaje hay cosas móviles. Uno le podría prestar más atención a la acción del viento, o percibir que los árboles tienen una pequeña cadencia, que hay una humedad distinta en una pendiente porque recibe más agua. Todo eso otorga al territorio movilidad y permite comprender el territorio. La mirada arquitectónica debe concebir un sistema cambiante y lleno de vida, no un cuadro fijo.
Esto tiene relación con el Land Art.
Personalmente, empecé a vincularme de una forma más consciente a estas intuiciones que tenemos los arquitectos de entender la exterioridad como un sistema rico de proposiciones, independientemente del contexto social o histórico en el que se encuentre. El Land Art fue un grupo de tipos raros inmersos en una conciencia de sostenibilidad. Ellos intentaban desvelar el drama que suponía la injerencia no controlada del hombre sobre la naturaleza, todo ello producto de los lanzamientos de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, un acontecimiento bestial que supuso una respuesta crítica. Así, cristalizan una serie de preocupaciones por mostrar la belleza de la naturaleza y la forma de combatir la acción del hombre con la manera en que actúa la naturaleza. Hicieron una especie de regresión de volver a las estructuras primeras, a las relaciones casi mitológicas de la tierra, pues esa atención pone en tela de juicio la relación del hombre con el paisaje.
En Lima, particularmente no hay muchas áreas verdes, sobre todo, en los distritos más humildes...
Hay que diferenciar las prioridades de la acción arquitectónica con las de la sociedad. En una sociedad en la cual lo más urgente es dar cobijo, es importante crear formas de habitación, así sean bonitas o feas. Eso evidentemente se puede hacer siguiendo unos parámetros para generar una relación de exterioridad, lo cual sería lo deseable, pero en el peor de los casos, cuando la acción arquitectónica está signada por la urgencia, se trata de trabajar con la materia disponible, solo como una forma de colonización del territorio. Ahora bien, el paisaje es una construcción mental. El mismo paisaje puede ser diferente para uno o para otro. También está el hecho de crear lazos de emoción con el territorio, independientemente de la belleza que pueda tener este. Si tiene o no árboles, por ejemplo. Se trata de diseñar un lugar en el que la gente sienta confortabilidad.
Ello puede afectar a las parsonas.
Uno se construye cuando ve hacia fuera. Cuando ves que el vecino de al frente te está reflejando a ti y lo que ves no es muy bueno, esa imagen no te va a interesar. La energía que se pueda percibir en estos barrios -yéndome a lo peor-, de allí el término «entropía», será mucho más intensa y provocadora que en otros lugares consolidados de Lima. Hasta los territorios más humildes pueden tener un valor extraordinario.
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