Indignarse para actuar. A propósito de la campaña por la educación inclusiva
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Renata Bregaglio
Profesora del Departamento de Derecho
Es hora de empezar a indignarnos y a actuar por la persistente segregación de los niños y niñas con discapacidad.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Hogares (ENAHO) 2015, 1 de cada 5 niños con discapacidad está excluido del sistema educativa regular.
Esta semana, las redes mostraron su más enérgico rechazo a la publicidad de un colegio que establecía como requisitos de ingreso tener una determinada estatura, un examen de coeficiente intelectual y un certificado médico que acreditara la ausencia de problemas de salud. El anuncio causó aversión porque muchos nos sentimos interpelados en nuestras propias condiciones: no todos medimos más de 1.70 m, no todos tenemos un coeficiente intelectual de 130 y, estadísticamente, es prácticamente imposible no presentar problemas de salud. Para terminar de confrontarnos, la foto de la publicidad del supuesto colegio mostraba a una niña rubia. Y claro, en nuestro país son pocos los que podrían calzar en el perfil de esa estudiante. Esa confrontación con nuestras propias condiciones fue la base de una masiva indignación, por considerar absolutamente discriminador (e injusto) un sistema educativo que segregue de esa manera.
Sin embargo, la indignación que todos sentimos por algunas horas es una realidad constante en las familias con hijos en situación de discapacidad. Si bien en nuestro país desde el año 2003 existe una política de educación inclusiva, que establece que los niños y niñas con discapacidad deben estudiar en centros educativos regulares (ya no en los centros especiales), la segregación de estos estudiantes persiste.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho) 2015, 1 de cada 5 niños con discapacidad está excluido del sistema educativa regular. Esta exclusión, hay que decirlo, se da principalmente en los centros educativos privados, los que (a pesar de que existe la obligación de reservar un cupo mínimo de dos estudiantes con discapacidad por aula) se excusan señalando que “no hay más vacantes” o que no tienen las condiciones para atender al estudiante. A las familias de estos niños rechazados, solo les queda resignarse e intentar tener mejor suerte en el próximo colegio al que toquen la puerta, pues plantear una denuncia ante Indecopi o una demanda de amparo por discriminación no es una opción: la justicia peruana demoraría demasiado y los demás colegios rechazarían a la familia de “quejosos”.
Impedir una adecuada satisfacción del derecho a la educación puede llegar a marcar toda la vida de una persona con discapacidad e impedir su plena inclusión. Como ha señalado Naciones Unidas, la educación no solo es un derecho en sí mismo, sino también un derecho condicionante para el ejercicio de otros derechos. En esta línea, la educación inclusiva (a diferencia de la educación segregada) permite no solo adquirir conocimientos, sino también permite el desarrollo de habilidades para la vida. La Unesco ha señalado que los contenidos pertinentes en materia educativa en el mundo de hoy son aprender a ser, a conocer, a hacer y a convivir. La educación inclusiva pone acento en esta última dimensión, pues enseña a convivir con lo diferente. La educación segregada puede intentar lograr los otros contenidos, pero no enseña a convivir, pues este es un conocimiento vivencial que no se adquiere en los libros sino solo a través de la experiencia.
La indignación no debe ser selectiva. No se trata de horrorizarnos cuando nos sentimos aludidos. Toda segregación (racial, por género, religión, etc.) es indignante. Es hora de empezar a indignarnos y a actuar por la persistente segregación de los niños y niñas con discapacidad.
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