Ley de Arresto ciudadano: el Estado ha renunciado al monopolio de la violencia
En el presente artículo, Danilo Tapia hace una reflexión sobre los riesgos que puede traer consigo la entrada en vigencia de la Ley de Arresto Ciudadano y sobre los problemas sociales que su promulgación revela.
Como se sabe, a partir de hoy se inicia la aplicación en todo el país de la controversial figura jurídica del «arresto ciudadano», que ha sido incluida en el nuevo Código Procesal Penal y ya ha sido aplicada parcialmente en localidades como Moquegua, La Libertad, Arequipa, Tacna y en el distrito de Huaura. Esta figura, básicamente, legaliza la detención de un ciudadano por otro y, por ello, ha generado una gran controversia acerca de su constitucionalidad y de los riesgos que representa su aplicación práctica.
Enmarcar la discusión dentro de algunos referentes conceptuales, a mi juicio, es indispensable. Empecemos por la fórmula clave con la cual se suele definir al Estado desde Max Weber: el Estado es la entidad burocrático-administrativa que posee monopolio del ejercicio legal de la fuerza y la violencia dentro de un territorio. Dicho en otras palabras, el Estado, y solo el Estado, puede ejercer la violencia legalmente, con el fin de garantizar la paz y el orden interno. Esta violencia incluye tanto el uso de la fuerza (letal o no letal), como esa forma de violencia que es la privación de la libertad. Todo esto, por supuesto, presupone la existencia de una red institucional y legal que va a garantizar la aplicación justa, medida y legítima de esa violencia.
Como es evidente, con la normativa del Arresto Ciudadano el Estado ha renunciado al monopolio de la violencia y cede la posibilidad a sus ciudadanos de ejercerse violencia entre sí legalmente. Es por esto que, desde mi perspectiva, esta ley pasa por alto preceptos básicos en los cuales se funda el Estado democrático moderno. La ejecución de la ley y la administración de justicia no pueden vincularse al arbitrio subjetivo individual de cualquier ciudadano. El objetivo del Estado es, sin duda, preservar, posibilitar y regular las relaciones de sus ciudadanos; no convertir su arbitrio individual en la personificación de la ley.
Debemos recordar que una de las funciones principales de la institucionalidad burocrática y legal del Estado es evitar en la medida de lo posible el error en la aplicación de la ley. La ejecución de la ley implica siempre un ejercicio de fuerza (de ahí que los anglosajones, utilicen la expresión to enforce the law). Por esta razón existe toda una red jurídica e institucional que cuida y regula la aplicación de la ley. Por eso existen leyes y jueces educados en la interpretación de la ley y policías entrenados y equipados para su aplicación.
Incluso en el título de la ley «Arresto ciudadano» hay un contrasentido. Un arresto, insistimos, es un ejercicio de fuerza y violencia. Un ciudadano es justamente el individuo que renuncia a su capacidad de ejercer fuerza sobre otros individuos y le cede esa capacidad al Estado, con la confianza de que el resto del cuerpo social va a hacer lo mismo, y con la confianza de que el Estado va a utilizar legítimamente esa fuerza para establecer y mantener un orden que garantice la integridad física y la propiedad (1) de todos los ciudadanos. Siendo simplistas-minimalistas, en tal relación del individuo con el Estado se fundan conceptualmente tanto la ciudadanía como el Estado según el modelo civilizatorio occidental del contrato social. El Estado debe ser el garante del derecho a la vida y a la propiedad, bajo pena de ejercicio legítimo de la violencia sobre los infractores.
A la luz de lo anterior pueden entenderse mejor los presupuestos e implicancias de un argumento esgrimido por varios juristas al respecto de este tema: la figura del arresto ciudadano entra en conflicto directo con la Constitución Política del Perú. Esta, en el inciso F del artículo 24, dedicado a la libertad y seguridad personales, establece que «nadie puede ser detenido sino por mandamiento escrito y motivado del juez o por las autoridades policiales en caso de flagrante delito».
A mi ver, las potenciales consecuencias de esta ley son negativas, y no solo en los planos conceptual y jurídico. El hecho es que esta norma cede las funciones de la policía al ciudadano poniendo en peligro su integridad física, pues el ciudadano corriente no está equipado ni entrenado para las funciones policiales. Asimismo, y más preocupante aún: esta ley deja a criterio de cualquier individuo la definición de «flagrante delito».
Pongamos atención al hecho de que esta norma es promulgada en un contexto de grave convulsión y descontento social que se está manifestando en protestas en distintas zonas del país. Preocupémonos: Alan García, en un reciente artículo en el diario Expreso, ha llamado a la creación de «grupos de acción» para «no rendirse ante los que agitan el extremismo». La promulgación de esta norma en un clima social muy agitado y el hecho de que el discurso de García tienda últimamente a borrar convenientemente la línea entre protesta social y delincuencia debe causarnos, lamentablemente, la más profunda de las desconfianzas.
(1) En esa línea, la ley del arresto ciudadano debe pensarse junto a la ley de expropiaciones, abiertamente inconstitucional, que permite entregar títulos de propiedad a ocupantes de terrenos invadidos antes del 2004. ¿Qué pasó con el derecho a la propiedad?
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