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Coyuntura

Alberto Fujimori: balance y lecciones a partir de una figura que sigue dividiendo al Perú

Por más de tres décadas, Alberto Fujimori ha dejado huella en un país polarizado a partir de sus acciones y legado. El presidente que durante los convulsos años 90 emprendió la transformación económica y la persecución al terrorismo, hasta su derrota, fue también el pragmático de mano dura que extendió la corrupción -acompañado de Vladimiro Montesinos- hasta el final de su mandato, y que fue sentenciado por graves actos de corrupción y autoría mediata de violaciones a los derechos humanos. La complejidad del personaje y su influencia en nuestra historia reciente son parte de una discusión que, como sociedad democrática, el Perú debe poner sobre la mesa.

  • Texto:
    Eduardo Dávila
  • Fotos:
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La muerte de Alberto Fujimori (1938 – 2024) reabre el debate e invita a un ejercicio de memoria crítica sobre su controvertido legado. A lo largo de sus dos mandatos como presidente del Perú (1990-2000), Fujimori alcanzó popularidad por sus logros en la derrota de grupos terroristas y la estabilización económica, pero también se consolidó como un político autoritario, cercado por actos de corrupción y crímenes de lesa humanidad. Con distancia crítica y sin apasionamientos, ¿qué lecciones debemos recoger como sociedad democrática? ¿Estamos listos para empezar a discutir los límites de lo que permitimos a nuestros gobernantes?

¿Qué lecciones debemos recoger como sociedad democrática? ¿Estamos listos para empezar a discutir los límites de lo que permitimos a nuestros gobernantes?

El outsider que cambió la política peruana

Alberto Fujimori llegó al poder en 1990 como un outsider inesperado, derrotando al escritor Mario Vargas Llosa en la segunda vuelta electoral. La campaña del profesor universitario de ascendencia japonesa, marcada por un discurso populista, captó el desencanto de una población cansada de la hiperinflación y la violencia terrorista. Según el politólogo José Alejandro Godoy, magíster en Ciencia Política y Gobierno, Fujimori supo aprovechar ese rechazo. «La primera estrategia fue no ubicarse como alguien dispuesto a imponer un shock económico, como su rival Mario Vargas Llosa, sino a presentar un programa mucho más gradual. En segundo lugar, Fujimori acierta cuando se plantea como alguien que está ajeno al sistema de partidos, una figura técnica e independiente, contraria a la política desgastada que no había dado las respuestas suficientes a los grandes problemas que tenía el país en la década de 1980. Y lo tercero es que aprovecha la buena imagen que, para 1990, tiene la comunidad nikkei en el Perú, bien valorada por características como su laboriosidad y honestidad, y que Fujimori buscó proyectar con su lema “Honradez, tecnología y trabajo”».

Fujimori no solo capitalizó la desconfianza hacia la clase política tradicional, sino que inauguró una nueva manera de hacer política en el Perú, desmantelando el cuestionado sistema de partidos que había dominado la escena hasta entonces. Y lo hace de tres maneras, como señala Godoy, autor de El último dictador. Vida y gobierno de Alberto Fujimori, y de Los herederos de Fujimori. El legado de El último dictador: «Una primera, buscando ser muy práctico y mostrando resultados ante la ciudadanía; pero con la idea de un pragmatismo mal entendido, del “todo vale”; se trata de una idea en la cual, en muchos casos, el fin justifica los medios. Una segunda forma, tratando de congraciarse con la opinión pública, sabiendo que él no tenía realmente un partido político detrás. La tercera, ya de forma autoritaria, fue el golpe de Estado del 5 de abril de 1992».

No iba a poder hacerlo solo, por lo que construye las bases de su poder sobre el apoyo popular y busca lo mismo de los sectores militares. «Ahí es clave Vladimiro Montesinos, un abogado que había sido militar enjuiciado por traición a la patria, que lo libra de ciertos problemas judiciales durante la campaña electoral de 1990 y que se convierte en su principal asesor», recuerda Godoy.

El autogolpe y el inicio del autoritarismo

El 5 de abril de 1992, habiendo asegurado el apoyo de las Fuerzas Armadas, Fujimori quebró el orden constitucional con un autogolpe de Estado. Esa noche decidió «disolver temporalmente el Congreso», acusando una «evidente actitud obstruccionista» de las «cúpulas partidarias». Asimismo, ordenó «reorganizar totalmente» el Poder Judicial, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Tribunal de Garantías Constitucionales y el Ministerio Público, afectando la legalidad democrática. Esta medida, vista por algunos como un paso necesario para avanzar en sus reformas, consolidó su poder y marcó el inicio de sus métodos autoritarios.

Como explica el historiador Dr. Antonio Zapata, instaura un estilo «autoritario y dictatorial que, al mismo tiempo, mantiene el respeto por algunas normas democráticas, como la existencia del Congreso y la regularidad de las elecciones, aunque va a tratar de intervenir en ellas». El gobierno de Fujimori se convirtió así en un «régimen híbrido, autoritario y vertical, con una careta democrática». Esta mezcla de autoritarismo con un barniz de democracia permitió que se mantuvieran elecciones y una oposición controlada, pero debilitó gravemente las instituciones del país.

La nueva Constitución de 1993, redactada bajo su gobierno, le permitió la reelección en 1995 y amplió sus facultades ejecutivas. Para Godoy, «con la Constitución del 93 se crean instituciones que hoy día son importantes y claves para generar ciertos contrapesos; entre ellas, el Consejo Nacional de la Magistratura (hoy la Junta Nacional de Justicia) o la Defensoría del Pueblo. Pero, al mismo tiempo, Fujimori se encargó de debilitar las instituciones, todo entre 1996 y el 2000».

Una de las primeras señales dictatoriales del régimen fujimorista fue la creación de un aparato de propaganda para sostener su narrativa política. Este se caracterizó por la espectacularización de la información, ataques a opositores y justificación de crímenes de lesa humanidad en los diarios ‘chicha’. “Compró líneas editoriales, creó diarios paralelos y persiguió a periodistas y políticos opositores”, menciona la investigadora del IDEHPUCP, Mag. Iris Jave.

Fujimori inauguró, en América Latina, un estilo de autoritarismo nuevo, explica Godoy, «lo que hoy conocemos en jerga de ciencia política como “autoritarismo competitivo”. Esto es mantener cierto grado de competencia natural, cierto grado de oposición, pero en una cancha inclinada, con violaciones a los derechos fundamentales, y con restricciones severas del derecho civil y derechos políticos, en general».

El «FujiShock» y la reforma económica

Uno de los aspectos más destacados del gobierno de Fujimori fue la transformación de la economía peruana. En 1990, el país enfrentaba una hiperinflación de más del 7,000%, lo que llevó a Fujimori a implementar un drástico paquete de medidas conocido como el «FujiShock». Aunque inicialmente el costo de vida se disparó y afectó duramente a la población, la economía peruana comenzó a estabilizarse y recuperó la confianza de los mercados internacionales.

La Dra. Roxana Barrantes, economista y profesora PUCP, reconoce los logros económicos del régimen fujimorista. «Fueron un acierto refundar la economía sobre la base de una economía de mercado, la apertura a la inversión privada y el cuidado de los equilibrios macroeconómicos, en un momento en el cual el Perú era un Estado fallido, frágil», refiere.

Sin embargo, Barrantes también subraya que estas reformas no estuvieron acompañadas del fortalecimiento del Estado: «Una economía de mercado necesita un Estado fuerte que brinde seguridad ciudadana, seguridad en los contratos y derechos de propiedad, algo que no se hizo con una mirada de largo plazo». Según su análisis, una de las razones detrás del retroceso en la reforma del Estado fue el alto costo político que esta implicaba, dado que Fujimori buscaba la reelección. Para la economista, «ese fue uno de los puntos de quiebre para la debilidad estatal».

Godoy recuerda que, entre 1990 y 1996, se produjo un cambio fundamental en la relación entre el Estado y la economía. «Entre las décadas de 1960 y 1980, el Estado era altamente intervencionista, empresario, involucrado directamente en diversas actividades económicas», explica. Sin embargo, desde la Constitución de 1993, el Estado asumió un rol subsidiario. La Dra. Barrantes explica que «el Estado no puede emprender actividades empresariales, especialmente en aquellos sectores donde el sector privado ya está operando». Este principio se aplicó a servicios públicos domiciliarios (telecomunicaciones, energía eléctrica, agua y saneamiento), creando organismos reguladores como OSIPTEL, SUNASS y OSINERGMIN. «Este giro marcó una ruptura con el pasado y fue clave para la evolución económica del país», añade Godoy.

El proceso de las privatizaciones se concretó en telecomunicaciones, parcialmente en energía y no en agua y saneamiento. Barrantes menciona que este rol subsidiario «requirió mucha capacitación. Ciertamente, que el Estado no pueda emprender por su cuenta y riesgo actividades empresariales protege las finanzas públicas; de lo contrario veamos el caso de PetroPerú».

A partir de 1996, cuando Fujimori busca tener un nuevo periodo presidencial – que no le permitía la Constitución -, el manejo macroeconómico se descuida. «Los últimos años del régimen, entre emergencias climáticas como el Fenómeno de El Niño del 97-98, o situaciones externas como la crisis asiática, el gobierno acaba en una recesión muy fuerte. De hecho, son los gobiernos de Valentín Paniagua y de Alejandro Toledo los que tienen que recuperar el avance de la economía peruana. El mayor crecimiento económico se da ya dentro de un periodo democrático», menciona Godoy.

Un factor no menos importante es el altísimo porcentaje de economía informal «que, en buena parte, Fujimori contribuyó a crear», apunta Godoy luego del despido masivo de funcionarios públicos. Esto lo relaciona con la cultura del emprendedor, «que es probablemente el legado más complejo de Fujimori en lo económico». Godoy añade: «De un lado, se estimula la posibilidad de que cualquiera pueda ser empresario, pero la mayoría, probablemente haciendo muy buen trabajo, teniendo jornadas laborales de 14 horas al día, siguen siendo empresarios de sobrevivencia, sin posibilidad de crecer mucho más». En esa línea, el politólogo y doctor en Ciencia Política Eduardo Dargent considera que «el legado social del fujimorismo es una sociedad profundamente informal. Se dejó de combatir la informalidad, más bien se volvió casi una virtud».

Bajo ese criterio de sobrevivencia, los peruanos seguimos viviendo -algunos dirían padeciendo- ciertas «reformas» nacidas en esa época, entre ellas la liberalización del transporte a partir de 1991. En esa década, además, se observa el crecimiento de la educación particular en sectores populares y de clase media, y también la proliferación de universidades y colegios privados pequeños que surgen como respuesta a la demanda educativa. «Este fenómeno, impulsado por la idea de que lo privado es superior a lo público, transformó la educación en un negocio hasta hoy», recalca Antonio Zapata.

Derrota del terrorismo y violaciones a los DD.HH.

Durante los años 80 y 90, el Perú era asolado por el terrorismo, con Sendero Luminoso y el MRTA destruyendo y aterrorizando al país. Fujimori decide tomar cartas en el asunto dando continuidad y fortaleciendo estrategias anteriores, como la alianza entre las Fuerzas Armadas y las rondas campesinas.

El desmantelamiento de las organizaciones subversivas se inició con la captura de Abimael Guzmán, sanguinario líder del grupo terrorista Sendero Luminoso, el 12 de septiembre de 1992. El operativo estuvo a cargo del Grupo Especial de Inteligencia (GEIN), sin el conocimiento directo de Fujimori. Explica Zapata que el GEIN fue creado al final del gobierno de Alan García. «El mérito de Fujimori es, primero, continuar la estrategia basada en las rondas campesinas, hecho que finalmente arrincona a Sendero en el campo; y, segundo, haber permitido que el GEIN actúe, no haberlo desactivado y dejar que operen», expresa.

Estos hechos disminuyen la violencia política, pero en esa guerra contra el terrorismo surge el Grupo Colina, un destacamento paramilitar de inteligencia creado por el Ejército, que acabó siendo responsable de asesinatos y desapariciones selectivas. El Grupo Colina, bajo la autoría mediata de Fujimori, fue el responsable de la matanza de Barrios Altos (15 fallecidos), la masacre de Pativilca (seis fallecidos), y el asesinato de nueve estudiantes y un profesor de la Universidad Nacional La Cantuta.

La constitucionalista y Dra. en Derecho, Elena Alvites, enfatiza que estos crímenes, considerados como terrorismo de Estado y por los cuales Fujimori fue condenado, son considerados delitos de lesa humanidad. «No solo se atentó contra la vida de civiles, sino que se hizo bajo un plan sistemático de eliminación de opositores. Entre estos, políticos, periodistas y ciudadanos comunes. Esto evidencia una estrategia de “guerra sucia”, donde el Estado, en lugar de proteger a sus ciudadanos, se convirtió en un violador directo de sus derechos más fundamentales». La profesora Alvites remarca que no se puede avalar el discurso de “nos salvó del terrorismo” sin perder de vista que el Estado, bajo el mando de Fujimori, “lesionó los derechos humanos».

Godoy agrega que «Fujimori muere sin haber cumplido el íntegro de su pena, sin haber pagado reparación civil y con un indulto irregular amparado, lamentablemente, por el gobierno peruano, y un gobierno que, como bien sabemos, hoy tiene sus propios problemas en materia de violaciones a los derechos humanos. Si no sabemos procesar adecuadamente la historia, sucesos que no deberían ocurrir se repiten».

En esa línea, uno de los casos más sonados fue el de las esterilizaciones forzadas de mujeres indígenas. Según Alvites, el Programa Nacional de Salud Reproductiva y Planificación Familiar, impulsado por el gobierno de Fujimori, fue un claro ejemplo de una política que vulneró los derechos de las mujeres pobres y quechuahablantes: “Estas mujeres, muchas de ellas en situación de extrema pobreza, eran forzadas a someterse a procedimientos de esterilización bajo la amenaza de no recibir atención médica o alimentos, lo cual evidencia un chantaje inaceptable en cualquier democracia». Según el Ministerio de Justicia, hay más de 8,000 personas registradas oficialmente como víctimas de esterilizaciones forzadas. El caso sigue judicializado y sin sentencia.

Legado de corrupción

Nuestro país siempre ha tenido una historia de corrupción. Sin embargo, nunca antes ni después se llegó a tener un pico tan alto como se dio durante el gobierno de Fujimori. Y sus secuelas aún las podemos apreciar en la política y en el día a día. Entre los actos de corrupción que cometió el expresidente -aparte de peculado (desvío de fondos públicos), delito por el que fue sentenciado el 2009- se encuentran la compra de políticos, empresarios y personajes públicos a cambio de favores (por ejemplo, cambiarse de bancada para favorecer al fujimorismo), y que quedó grabada en los célebres “vladivideos”. “El primero de ellos, que revela el soborno del congresista Alberto Kouri para pasarse a las filas oficialistas, marca el fin del gobierno de Alberto Fujimori” , afirma Iris Jave.

Bajo ese mismo sistema de espionaje y soborno, orquestado por el asesor Montesinos, se ejerció el control y compra de la línea editorial de algunos medios de comunicación para orientar la información en favor del gobierno. «El gran apoyo que tiene Fujimori en el 95 lleva a bajar la guardia y los controles, de forma tal que creció la corrupción más grande en nuestra historia. Este es uno de los grandes costos de la concentración de poder y de desinstitucionalizar a un país», señala Eduardo Dargent.

Godoy, por su parte, recuerda que el gobierno de Fujimori fue identificado como el séptimo más corrupto en la historia. «Alberto Fujimori es el primer presidente peruano en ser condenado por delitos, sea cuestiones ligadas a violaciones de derechos humanos o a corrupción; Fujimori mismo reconoció los casos de corrupción. Para un sector de la población, sus delitos podrían ser justificables en aras de un bien mayor. Ese es probablemente uno de los principales, más dolorosos y perniciosos legados que tiene la sociedad peruana por procesar respecto de lo ocurrido en la década del 90», expresa.

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La política, un asunto familiar

El fujimorismo, lejos de agotarse en la figura de Alberto Fujimori, tomó hace 15 años la forma de un movimiento político encabezado por su hija, Keiko Fujimori. A diferencia de agrupaciones tradicionales como el APRA, que funcionan como estructuras ideológicas, el fujimorismo evolucionó en una organización familiar, «algo que en el Perú no se veía», sostiene Antonio Zapata. En ese sentido, la muerte de Alberto Fujimori deja una interrogante para la familia Fujimori y para el contexto político del país. ¿Qué pasará con el fujimorismo? «El fujimorismo (actual) es Kenji o Keiko, quien, a pesar de haber perdido tres segundas vueltas presidenciales, sigue siendo una figura política de gran relevancia en el país», menciona Zapata.

Y si bien el fujimorismo moderno mantiene algunas características, como la protección de la economía, el politólogo Eduardo Dargent acota que muestra componentes más conservadores en lo moral. Para él, el fujimorismo ya se renovó. «La pregunta es si la muerte del líder va a afectar esa renovación y me parece que va a depender mucho del propio fujimorismo: tiene capital político, pero no le alcanza para despegar. Tendrá que jugar a llegar a segunda vuelta con las justas o buscar nuevos rostros con más carisma y llegada, incluso con Kenji», expresa.

Para el experto en política comparada, Keiko Fujimori genera un gran rechazo en la población, incluso mayor que el de su padre: «A mucha gente no solamente le desagrada Keiko por lo que tiene de fujimorista, sino por lo que tiene de Keiko, por su conducta y actuación como lideresa política: torpedear al país en políticas públicas, por ejemplo en temas de educación, o por entrar en estas peleas políticas minúsculas».

En este nuevo contexto, un fujimorismo sin su primer líder presenta algunas opciones: por un lado, Keiko, quien ha perdido en tres segundas vueltas y genera rechazo, y, por otro, Kenji, quien «entró en política por ayudar al padre, más que por una vocación política, pero que termina teniendo más carisma y llegada que su hermana». La interrogante, resume Dargent, es a qué quiere jugar el fujimorismo hacia adelante: «¿Arriesgarse con algo nuevo o mantener lo que sabemos que no funciona?».

Una mirada al pasado para extraer lecciones

¿La muerte del expresidente Fujimori podría ser el inicio de un periodo para reflexionar sobre las últimas cuatro décadas en el Perú? Por ejemplo, cuánto valoramos la democracia, el respeto a los derechos humanos, cuán importante es emprender reformas decisivas, pero sin justificar el “todo vale”. O pensar en cómo nuestra historia ha estado plagada de graves casos de corrupción.

Su muerte, como su gobierno, es un hito en la historia reciente de nuestro país y también es una oportunidad para examinar nuestra propia responsabilidad como sociedad. Durante su gobierno, muchos sectores avalaron o ignoraron las transgresiones bajo la promesa de estabilidad y desarrollo. Al mirar atrás, debemos preguntarnos qué tanto permitimos o justificamos en nombre de esos objetivos y cómo podemos evitar caer nuevamente en estas trampas. Esta es una ocasión para preguntarnos si hemos aprendido las lecciones necesarias para obtener una democracia más sólida y una justicia que no se vea comprometida por intereses coyunturales.

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