La resurrección de Cristo, pilar de nuestra fe y razón de nuestra esperanza
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Véronique Lecaros
Jefa (e) Departamento Académico de Teología
A los recién convertidos de la pagana Corinto, san Pablo escribe: “Si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe” (1Co 15, 17). San Pablo añade en tono provocador, recurriendo a una máxima de sabiduría antigua: “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos” (1Co 15, 32).
San Pablo no recorre en sus epístolas los hechos de la vida de Jesús, ni muestra interés en ellos. Solo menciona dos datos escuetos de profundo significado teológico: Jesús nació de una mujer (Ga 4, 4), es decir, era un hombre de carne y hueso como nosotros, no un espíritu vagabundeando por la Tierra. Y fue crucificado, es decir, murió como un esclavo o un delincuente. Terminó su vida como un paria, víctima de una condena cruel e injusta y abandonado por todos, excepto por los socialmente insignificantes: las mujeres, los adolescentes y los niños. Estos dramáticos hechos asemejan a Jesús a las múltiples víctimas de la violencia que no ha dejado de manifestarse en el transcurso de la historia. Hoy, nuestro país está padeciendo un recrudecimiento de la violencia en un entorno social marcado por el individualismo y su corolario: la codicia. Son muchos los inocentes crucificados y las familias de luto. Sin embargo, Cristo no acabó en la cruz. Con su resurrección, el dolor y la muerte dejaron de tener la última palabra.
Hoy, son muchos los inocentes crucificados y las familias de luto. Sin embargo, Cristo no acabó en la cruz. Con su resurrección, el dolor y la muerte dejaron de tener la última palabra".
Por una extraña vuelta de la historia, las palabras de san Pablo resuenan en nuestra realidad. Muchos de sus coetáneos, cristianos o no, vivían como nosotros, temiendo un final catastrófico del mundo. Nos parece, a la postre, que sus temores no tuviesen fundamento, pero ellos no lo sabían. En cambio, hoy, desde distintos ángulos, no faltan científicos ni videntes que nos anuncian un apocalipsis digno de una película de terror: medioambiente devastado, virus letales, guerra nuclear y, quién sabe, alguna locura megalómana de quienes han hecho del poder político un escenario para la exaltación de su propio ego.
Cristo resucitó. ¿Y qué? Atrevámonos a preguntar: ¿en qué sentido un hecho —maravilloso, sin duda— pero viejo, de dos mil años, nos concierne hoy, cuando afrontamos tantos retos? En la Carta a los Corintios, san Pablo presenta la resurrección de Cristo como “primicia” de la resurrección que nos espera: “Todos reviviremos en Cristo” (1Co 15, 22). Los teólogos e historiadores de las ideas se han cuestionado sobre el significado de la resurrección: ¿será colectiva?, ¿“dormiremos” (palabra de san Pablo) hasta el juicio final o habrá resurrección individual antes del fin colectivo del mundo? Para los primeros cristianos y para san Pablo, la pregunta era irrelevante, porque el fin parecía tan inminente. A nosotros, estas preguntas tampoco deberían turbarnos: tenemos fe en un Dios Amor. Además, nunca debemos perder de vista que los términos “resurrección”, “cuerpo glorioso” o “juicio” son metáforas que intentan expresar lo que no cabe en el lenguaje ni en conceptos terrenales.
Si la resurrección solo tuviera que ver con nuestro destino después de la muerte, bastaría con ser buena gente en esta vida, dar algunas limosnas a los mendigos, cuidarse de las tentaciones de la carne y mantener algunas prácticas religiosas (misa, oración, procesión, etc.). Con estos méritos, nos aseguraríamos evitar el infierno. Sin embargo, de esto no se trata, como lo reflejan los testimonios desde los albores del cristianismo hasta nuestros días. El encuentro con el resucitado tiene un efecto contagioso: despierta, la gente se echa a andar. Antes de hablar de cristianismo, se solía referir a los seguidores de Cristo como la gente del camino (odos, en griego).
El encuentro con Cristo resucitado no remite solo al más allá, sino que transforma desde ahora la existencia, inaugurando una vida en plenitud".
Después de la muerte de Jesús, los discípulos, que habían jurado defenderlo a capa y espada, se encerraron en una casa, atemorizados por una eventual persecución. Y el encuentro con el resucitado los cambió radicalmente. De pusilánimes, se volvieron valientes, incluso temerarios. Este grupo misceláneo de provincianos de aparente poca monta, que no conocía más que Galilea y Jerusalén, se lanzó a convertir al poderoso Imperio romano anunciando a un hijo de Dios, hijo de carpintero, condenado por las autoridades a una muerte de esclavo y resucitado: una larga lista de oxímoros que, al principio, pareció absurda e incluso repugnante para las élites de la época, pero que seducía a las mujeres, a los esclavos y, en general, a los insignificantes del mundo antiguo. La transformación de los discípulos es la prueba más tangible de la resurrección.
En otras palabras, el encuentro con Cristo resucitado no remite solo al más allá, sino que transforma desde ahora la existencia, inaugurando una vida en plenitud. El encuentro con el Resucitado llena de alegría y sostiene la esperanza. Si un puñado de personas iletradas fue capaz de transformar el Imperio romano, ¿no podríamos también nosotros dejar una huella en la historia, acallando la muerte allí donde aún pretende tener la última palabra?
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David Romero
Que buena reflexión. Acordé con los signos de los tiempos.
eduardo arens
excelente en fondo y forma…. para meditarlo y asumirlo. Gracias
Juana Valera
La violencia de los que ostentan el poder se repite y matan la vida y las esperanzas del pueblo pobre, pero el peregrino de Emaús nos sale al encuentro y acompaña nuestras vidas. Gracias por invitarnos a la reflexión.
Pilar Laureano
La resurrección como metáfora, Auch duele!!!