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Las humanidades después del COVID

  • Carlos Garatea
    Rector de la PUCP

Texto leído el 25 de febrero del 2021 en la ceremonia de inauguración del año académico de la Universidad Católica Boliviana “San Pablo”, con sede en La Paz (Bolivia), incluido en la revista Páginas 261.

No encuentro otra manera de empezar que agradeciendo el honor que me confieren. Gracias al rector Flavio Escóbar por brindarme la oportunidad de compartir algunas ideas en esta ceremonia académica. Ojalá, Flavio, que lo que diga cumpla con las expectativas que generosamente has depositado en este amigo tuyo. Quisiera servirme de esta introducción para saludar al Rector Nacional de la Universidad Católica boliviana “San Pablo”, Dr. Marco Antonio Fernández, con quien hemos emprendido una serie de proyectos, en los que también interviene la Pontificia Universidad Católica de Chile, agrupados bajo un hermoso título: “Artesanos de la Unidad”. ¡Cuánta falta nos hace hablar ahora de unidad! ¡Cuánta falta nos hace trabajar juntos como pueblos e instituciones hermanas! Muchas gracias a todos por asistir: rectores, autoridades, sacerdotes, colegas y, en especial, a los estudiantes que se han dado un tiempo para acompañarnos hoy. Y si lo digo así, con reiteraciones, es para subrayar mi gratitud. Desde el siglo XVII se dice que sólo un exceso es permitido en el mundo: el exceso de gratitud.

Les confieso que la invitación de Flavio me tuvo algunos días buscando un tema para esta tarde. Las ceremonias inaugurales suelen ser ocasión para sesudos discursos académicos, muchas veces oscuros y aburridísimos por la cantidad de términos especializados que el orador regala a la audiencia sin que ésta se lo haya pedido; también sucede que el orador sitúa su discurso a tal nivel de abstracción que uno se siente empequeñecer conforme se desarrolla el evento. Quienes tienen algún cargo en la administración de la universidad saben que no miento. Con el propósito de no caer en arenas movedizas, opté por otra vía. Elegí un tema anclado en la dolorosa crisis que vivimos en el mundo y que nos obliga a hacer un alto en nuestras instituciones para pensar con serenidad en el futuro y reflexionar en torno del presente. Es lo que pretendo decir con el título de esta charla: “Las humanidades después del covid”. Ni las valoro ni las postergo. Pongo a las humanidades en el centro de mi reflexión y desde ese lugar ofrezco algunos desafíos que, a mi juicio, pasada la crisis, debemos encarar quienes creemos que las humanidades tienen una función central en la formación que brindamos a nuestros estudiantes y en quienes, de ese modo, queremos poner un granito de arena en la construcción de una sociedad más justa, sana y equitativa. Pero, para poner las cosas en su sitio y no esperar de las humanidades más de lo que ellas ofrecen, quiero dejar sentado que las humanidades no humanizan (Steiner).

Abundan los ejemplos de humanistas, de gente culta, de individuos que pasaron por los mejores centros de formación académica, responsables de las peores desgracias, abusos y tropelías, que no sólo afectaron el desarrollo o la economía de un país —en América Latina sobran los ejemplos—, sino que en ocasiones son responsables de la muerte de cientos o miles de personas y de terribles violaciones a los derechos humanos. Es importante tenerlo presente porque las humanidades no son la varita mágica capaz de resolver las cosas con dos o tres movimientos. En el imaginario, además, está anclada la idea que atribuye a quienes defienden las humanidades el que deban ser buenas personas, sencillas, generosas, desprendidas y tan pero tan comprensivas que pueden trabajar gratis. Hay quienes los ven como un grupo de ingenuos, idealistas y de ascetas impenitentes. No faltan, por cierto, quienes juzgan a las humanidades y a la cultura como el espacio que congrega a individuos flojos e improductivos. Para ellos, para los que así piensan, las humanidades son un gasto inútil. Sabemos que esos prejuicios —auténticas caricaturas— están vigentes y a veces se expresan con soberbia y desdén hacia el mundo de las letras, la poesía, la cultura, el arte, la fe; es verdad que muchas veces opinan sin fundamento, pero, sea como fuere, todo ello es parte del desafío que tienen por delante las universidades que defendemos y creemos en las humanidades. Admitamos, por cierto, que también hay errores desde el otro lado; de quienes levantan la voz abogando por las humanidades y la cultura: desde actitudes soberbias, vanidosas, intolerantes y autosuficientes hasta evidentes dificultades para explicar con claridad, empatía y sencillez qué son las humanidades y lo que hacemos quienes creemos en ellas. En ocasiones, los humanistas se encastillan, levantan el puente e impiden el ingreso. Prefieren el encierro antes que estar de salida.

A pesar de todas las cosas negativas y dudas que podamos plantear, estoy convencido de que las humanidades sí contribuyen a tener mejores ciudadanos y a estar en mejores condiciones para alcanzar una convivencia democrática e inclusiva, en la que el ser humano, con sus virtudes y defectos, con su inteligencia y su creatividad, ocupe el centro de la vida social, en libertad y en armonía con los demás. De manera que, aunque no sea la varita mágica que quisiéramos tener para enderezar todo lo que está torcido en el mundo, creer en las humanidades, fomentarlas y darle el espacio que merecen es ya, en sí mismo, un paso en el camino que debe llevarnos a una sociedad mejor.

Nos consta que la sorpresa no vino por ahí. La sorpresa nos llegó desde Wuhan y nos produjo un estallido de realismo que tenemos la obligación moral de analizar y de asumir en cuanto nos sea posible, para no repetir errores y evitar las distracciones que nos impuso el confort y un mundo que cedió apresuradamente a la banalidad y el espectáculo frívolo. El covid encendió las alarmas en todo el mundo; hizo trizas el espejo en el que proyectamos una imagen distinta de nosotros mismos; ahora no conseguimos reconocernos en los trozos que tenemos delante. La vida universitaria no es ajena a ello, ciertamente. Las humanidades tampoco. Decía Ortega y Gasset: “Que no sabemos lo que nos pasa, eso es precisamente lo que nos pasa”. Aunque lo señaló en otro contexto, la crisis que vivimos nos ha mostrado nuestra fragilidad y nos ha hecho oír las cuerdas más intimas de nuestra existencia. Pero, al mismo tiempo, nos ha enfrentado a nuestra historia, a nuestra manera de entender el mundo y la vida social. Quiero decir: el covid nos ha recordado quiénes somos, dónde estamos y cómo hemos llegado hasta aquí. No es poco.

Les cuento una anécdota que viene como anillo al dedo con lo que quiero decir: hace unos cuantos días, a manera de juego familiar, un domingo de confinamiento, pedí en casa que me dieran dos palabras que sinteticen el peor lado de la pandemia y otras dos si encontraban algo positivo. Dos palabras negativas, dos positivas. Las respuestas llegaron con tal rapidez que creí que las tenían preparadas. Las negativas: pérdida, tristeza, soledad, incertidumbre; las positivas: familia, cambio, imaginación, vida. Con seguridad podrían añadirse más. Pero con éstas basta para apreciar que el covid nos devolvió a lo que habíamos dejado de ver. Las palabras positivas y las negativas convergen en lo que somos. Pérdida, tristeza, soledad, incertidumbre; familia, cambio, imaginación, vida. Podemos ampliar la lista. Todo ello estaba ahí antes del covid y seguirá ahí después del covid. Lo mismo sucede con las humanidades. Estaban antes y estarán después. Pero qué pasó que recién ahora emergen y ocupan espacio en el diálogo familiar, en las sesiones de zoom, meet, teams o las evocamos cuando desde el encierro casero empezamos con frases del tipo como extraño… como quisiera ahora… cuando termine esto lo primero que haré es… cómo me gustaría que en este momento… y tantas expresiones llenas de nostalgia y sentimiento. Parece la violenta voz de un deseo imposible. Quienes dictamos clases extrañamos las miradas, el lenguaje corporal, el gesto, el movimiento, la media sonrisa, la expresión de asombro o de aburrimiento que vivimos cuando estamos ante nuestros estudiantes en el aula y que los medios digitales son incapaces de facilitar; más bien, los transforman en cajitas negras o en cientos de rostros que se ofrecen simultáneamente a manera de caricaturas en el espacio de la pantalla de nuestra computadora. A los estudiantes se les quitó, de buenas a primeras, la vida con sus amigos, el espacio de interacción con sus compañeros, y se les impuso otro ritmo, otros parámetros, sin salir de casa. Hoy tenemos estudiantes universitarios que no han pisado su universidad. Todo esto nos lleva a esperar ansiosos el regreso. Pero si luego seguimos en lo mismo, encaprichados y atrapados en la seducción de la inmediatez y de la frivolidad, si no vemos este duro momento como una oportunidad de cambio, como ocasión propicia para la reflexión y la enmienda, la muerte injusta y prematura de tantas personas habrá sido en vano.

Algo más que no quisiera dejar de mencionar en este contexto y que no me parece menor: ha cambiado la idea del futuro. Cuando era niño, el futuro era visto con esperanzas de mejora, de superación, de felicidad; un lugar seguro, prometedor. Temo que la crisis ha inoculado ansiedad, múltiples miedos, aprensiones de distinto tipo. He oído a colegas referirse al porvenir en términos semejantes a los que empleaban los navegantes de los siglos XVI y XVII cuando se lanzaban al mar en medio de un confuso horizonte, con la certeza de que los esperaban monstruos inimaginables. ¿Cómo verán el futuro los muchachos que concluyeron su etapa escolar el año pasado o los que
terminan este año? Para esos adolescentes, jóvenes adultos, esta experiencia es particularmente dolorosa y conmovedora.

Como digo, las humanidades estaban antes del covid y seguirán ahí una vez que lo venzamos. Hay consenso en que ellas tienen virtudes indiscutibles. Permiten y favorecen: 1. Un juicio crítico de la realidad; 2. La vida y la creación culturales; 3. La reflexión sobre la naturaleza de la persona y las necesidades del entorno; 4. El desarrollo de la creatividad (Alejandro Llanos). No son las únicas disciplinas que lo hacen, ciertamente, pero tal vez sean las únicas en las que esos rasgos coinciden. Es probable que nos parezcan rasgos naturales —obvios— en la vida universitaria, debido a que las humanidades están asociadas al origen y a la historia de la universidad. Sin embargo, admitamos que han dejado de ser una constante, que se ha perdido el consenso en torno a la necesidad de la formación humanística y nos consta que, con más frecuencia que antes, uno debe esforzarse en argumentar a su favor. Lo que podríamos llamar aspectos humanísticos de la formación universitaria –el aspecto creativo, imaginativo y el aspecto del pensamiento crítico riguroso, por ejemplo– están perdiendo terreno debido a que los gobiernos y muchas instituciones prefieren perseguir beneficios a corto plazo cultivando habilidades útiles y altamente aplicables, adaptadas a fines lucrativos (Nussbaum). Ese giro hacia la inmediatez y hacia la mirada económica y rentista ha puesto en entredicho capacidades esenciales en la formación humanística. La capacidad para pensar de manera crítica, que mencioné, cede terreno a la transmisión de recetas y a la preferencia por una mirada instrumental de la educación; la capacidad de imaginar comprensivamente la situación del otro, algo para lo que la lectura es medio privilegiado, es desplazada por un exacerbado individualismo, contrario al bien común y la solidaridad, dos dimensiones cuya significación ha quedado nuevamente en evidencia en la lucha contra el covid; la capacidad de las humanidades para concebir y definir sus respectivos objetos de estudio pierde espacio y asume métodos aplicables a otras ciencias y a otros objetos de estudio, lo que ocasiona que los problemas de las ciencias humanas pasen a ser analizados y discutidos como si fueran problemas de las ciencias naturales.

En este mar sin límites toca a las universidades dar la cara y asumir el reto. Hacer como si no pasara nada, juzgar el entorno desde lejos y evitar sentirnos interrogados por él sería un acto de irresponsabilidad institucional y la negación de nuestro quehacer docente. Sin duda que desafía nuestras misiones institucionales y pone a prueba nuestra capacidad para responder a un entorno cambiante e incierto, en el que está en juego el futuro de miles de jóvenes y su derecho a una educación de calidad y a vivir en un mundo feliz. Pero quedarnos en ello es mirar sólo un lado del problema. Hablemos de nosotros, profesores. Debemos asumir nuestros errores y limitaciones; debemos encaminar adecuadamente nuestras prioridades académicas y pedagógicas y reducir la distancia que muchas veces hemos impuesto a nuestros estudiantes. No habrá futuro para las humanidades si no recuperamos la comprensión del tejido que actualmente mueve a la juventud y preferimos continuar trabajando con métodos y evaluaciones cuya validez se remonta a otro contexto y a otro tipo de sensibilidades. Bien sabemos que el mundo cambió con la llegada de Internet y se aceleró con todos los recursos, adaptaciones e inventos que vimos aparecer más tarde. Pero si las cosas ya habían alcanzado una velocidad inimaginable, después de un año de pandemia tenemos un mundo distinto al de un año atrás, no sólo como efecto del confinamiento y de la crisis ni debido únicamente a la presión y el agotamiento, sino por la inevitable exposición y uso de medios digitales que nos han permitido sobrellevar la crisis. No hay que olvidar que los muchachos que tocarán nuestras puertas en los próximos meses serán distintos de los que recibimos hace un año. ¿Cuál será el impacto pedagógico y cognitivo en los estudios universitarios? No es sólo cuestión de mudarse a la nube y de afinar plataformas. Es indispensable conservar una orientación pedagógica eficiente, oportuna y sana. Creo que sabemos que el mundo cambió, pero lo que no sabemos es a dónde vamos.

Sin ánimo de vaticinar el futuro ni lamentar el pasado, quiero detenerme en un elemento central en el fomento de las humanidades, aunque —a decir verdad— sea central en la vida universitaria con prescindencia de la orientación. Me refiero a la lectura. No hay universidad ni humanidades ni investigación ni progreso sin lectura. Nuestra civilización dispone de un acervo de intuiciones, tradiciones, relatos, ficciones, ideas y creencias que se trasmiten por intermedio de textos y discursos escritos. No me olvido de la historia oral, por cierto. Pero ella tiene otro alcance y otro rumbo. La universidad es el espacio en el que ese cúmulo de conocimientos almacenados en textos se renueva, se perfecciona e irradia al entorno, asegurando así la cultura que da sentido a la convivencia y al hecho de sentirse parte de una comunidad histórica. Nuestra identidad es, en mucho, un relato, una visión compartida del pasado. Pues bien, en la actualidad es un lugar común decir que los estudiantes no leen, que llegan a la universidad intelectualmente desarmados, que sólo saben de sus aparatitos electrónicos, a diferencia de lo que sucedía antes, cuando un joven empezaba su etapa universitaria con más lecturas en su haber. Pero seamos sinceros: es difícil precisar cuándo ocurría esa suerte de glamour intelectual porque, si hacemos memoria, antes también se decía lo mismo respecto del pasado del pasado. Se lo oí a algunos maestros hace cuarenta años en términos cercanos a esto: “Antes un estudiante entraba a la universidad sabiendo quién era Unamuno, Descartes, Quevedo; ahora nada, ni eso”. ¡Hace cuarenta años! Claro, hoy es impensable; dudo que alguna vez fuera la norma. Aun tomándola como cierta y objetiva, debemos añadir que, en la actualidad, también es más difícil encontrar profesores que sean buenos lectores. Podemos encontrar una explicación y discutir por qué sucede, pero el hecho es que sucede y nos consta que es así. Sin embargo, reducimos el problema a los estudiantes, a la escuela, en fin, siempre fuera, lejos. Detengámonos un momento en este punto para darle un giro adicional. ¿Cómo justificar que los estudiantes lean menos si nos consta que lo que más hacen durante el día es leer en sus teléfonos o en sus computadoras? O, ¿acaso eso no es leer ni escribir? Ya ni siquiera usan el teléfono para hablar. Admitamos que ahora un joven en edad universitaria escribe y lee todo el día, incluso mientras oye una clase. Con seguridad, esos muchachos pasan más horas al día sirviéndose de las letras que las que pasamos nosotros cuarenta años atrás. Pero sufren cuando ingresan a la universidad y les pedimos que lean y den su opinión de un texto académico o cuando les solicitamos que redacten una breve monografía. ¿Cómo fomentar las humanidades en ese contexto?

Responder la pregunta daría pie a un seminario. La respuesta no vendrá por el lado de los estudiantes. No podemos esperar que un muchacho domine algo que no conoce. Tengamos en cuenta, por ejemplo: antes los referentes eran el padre, la madre, el tío, un político, un escritor, etc; hoy los referentes están en Google, Instagram, Tiktok. La respuesta debe venir, por ello, de los profesores y de nuestra conciencia del fenómeno que tenemos ante nosotros. Me explico: hace cuarenta o cincuenta años no se leía más que ahora. Pero se leía otro tipo de textos. El estudiante estaba más cerca de una tradición —digamos— académica universitaria. Si antes se sabía quién era Unamuno o Cervantes no era porque hubiera uno leído necesariamente La tía Tula o las dos partes de Don Quijote, lo que no se hacía antes ni tampoco ahora, sino porque el abanico de modelos y tipos textuales era mucho más acotado, delimitado por un canon, lo que aseguraba que el joven se encontrara en algún momento con Unamuno o Cervantes, por referirme a los autores citados. Quiero decir con esto: por más ligera que hubiera sido la experiencia con el mundo de las letras, ella implicaba una experiencia cercana a lo que se espera en la universidad. Hoy es muy distinto. Se lee más, pero tipos de textos que no están cerca de los académicos universitarios. Se escribe más, pero no un discurso sostenido, largo, razonado, sino algo breve, puntual, cargado de impresiones y de emociones espontáneas e inmediatas. Pasar de un post de Facebook o de un twitter a una monografía o al Discurso del método es pedir que se cruce el Atlántico con los pies amarrados. Si queremos conservar las humanidades y acercar a nuestros estudiantes a una formación integral, lo que entre otras cosas implica brindarles herramientas intelectuales y culturales para la vida, debemos asumir que la lectura y la producción de textos nos plantean un reto a nosotros, profesores. El reto es pedagógico. Esa es una de las distancias a las que me referí hace un momento. Debemos ayudar a los estudiantes a experimentar el mundo de las letras. Leer con ellos; hacer que opinen sobre lo que leen; brindarles buena lectura y textos adecuados; hacer que escriban y corrijan, pero explicándoles la razón del error y de la corrección; debemos ayudarlos a que vivan la maravilla que es contar con palabras y modalidades orales y escritas para decir lo que nos pasa por la cabeza o lo que nos dice el corazón. Brindemos esa oportunidad a nuestros estudiantes. Ello es trabajar a favor de una formación humanística. Fernando Aramburu, el autor de Patria, dijo alguna vez: “Ningún ser humano, por muy inculto que sea, carece de aptitudes para conmoverse en presencia de la armonía, la intensidad, la belleza, la ternura, el gesto moral. Se trata en todos los casos de emociones positivas generadas a partir de estímulos concretos que lo mismo pueden ser un poema que una pieza sinfónica, un cuadro, un objeto artesanal, un rostro agraciado, por qué no las palabras de un hombre común que expresa sin impostura su modesta verdad personal”.

Termino. Vayamos a lo simple, a la base; ayudemos a que los jóvenes descubran la cultura, se conozcan a sí mismos, a su entorno y a todo aquello que nos ofrece vivir en un mundo en el que la diversidad es uno de sus principales tesoros. Si ahora tenemos la sensación de vivir en un hospital, hagamos lo posible para inocular la importancia de las humanidades en nuestro compromiso con una sociedad democrática, libre y justa. Pero, sobre todo, apoyémonos en nuestra convicción y en nuestra esperanza de un mundo mejor.

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Patricia Checa

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