"El lenguaje es como un juego, pero no como el ajedrez, sino como las charadas"
¿Cómo conocemos el mundo? Si de etapas hablamos, parece ser indiscutible que la investigación científica se divida en la elaboración de hipótesis y la validación de una de ellas. Es decir, en un antes y un después de la tarea empírica. Rayo desarrolló una manera más interesante de concebir nuestra aproximación al mundo: un proceso imposible de fragmentar. Para entender su propuesta, el filósofo nos detalla en qué consiste su modelo de lenguaje, pues es a través de este que intentamos acercarnos y representar la realidad. Él participó en el taller “La construcción del espacio de posibilidad”, organizado por el Centro de Estudios Filosóficos.
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Agustín Rayo
Profesor de filosofía en el Massachussetts Institute of Technology.
Texto:
Emily EspinozaFotografía:
Felix Ingaruca
Usted habla de una concepción del lenguaje basada en reglas, ¿a qué se refiere exactamente?
Así como en el ajedrez hay reglas que nos dicen qué cuenta como una movida correcta (por ejemplo, que un peón solo se puede mover vertical o diagonalmente), es natural que uno piense que lo mismo sucede con el lenguaje; es decir, que existen reglas que nos dicen cuándo se puede aplicar cada palabra y cuándo no. En este caso, uno diría que un enunciado como “tengo hambre” se aplica correctamente solo cuando el que habla tiene hambre.
Sin embargo, sus escritos revelan que no está de acuerdo con esa concepción…
Creo que, así como hay ciertos casos en los que este tipo de reglas funciona, hay otros en los que no es plausible pensar que el lenguaje funcione así. Esto sucede, por ejemplo, con el lenguaje vago. Supongamos que tenemos una línea de casas: la primera es verde y la última es azul, pero la transición de verde a azul es muy gradual. Entonces, yo me pregunto: “¿Dónde está la línea que divide a las casas verdes de las azules?”. Creo que no hay una respuesta clara a esa pregunta y, por tanto, tampoco hay una regla que nos diga “hasta aquí están las verdes” o “hasta aquí están las azules”. No existe un conjunto de tonos de color que esté siempre asociado con la palabra azul o con la palabra verde.
Entonces, el modelo que propone como alternativa, ¿solo establece que una palabra se utiliza de diferentes maneras y que no existe una regla en su aplicación?
Lo que sucede es que la manera en la que utilizamos el lenguaje depende mucho del contexto: usamos una palabra como “verde” según la situación en la que nos encontramos. Si uno quisiera una analogía, yo diría que el lenguaje sí es como un juego, pero no como el ajedrez, sino como las charadas, donde el jugador aprovecha el contexto, el sentido común o lo que sabe de los otros participantes para transferir información a pesar de que no hay una regla definitiva que conecte sus mímicas con lo que le ha tocado representar.
Volviendo al ejemplo de las casas, si en lugar de una línea, tenemos solo dos casas, sí podríamos identificar, por ejemplo, cuál queremos comprar: si la azul o la verde. Entonces, en mi modelo, lo novedoso sería el localismo: la idea que dice que, para que nuestro lenguaje funcione efectivamente, es esencial que nuestras posibilidades u opciones sean relativamente pocas y lo suficientemente distintas entre sí.
¿Cómo explica la concepción del Espacio de Posibilidad?
Supongamos que queremos saber qué le va a pasar a un objeto de plástico cuando lo acercamos al fuego. Si partimos de la concepción del espacio de la posibilidad, no hacemos este experimento para saber si se derrite o no se derrite, sino para saber qué le va a pasar. Es decir, salimos al mundo sin ni siquiera saber si se va a derretir, sino para saber cuáles son las posibilidades que tenemos. Construimos nuestro espacio de posibilidad cuando decidimos considerar o no aquellas opciones reales.
¿Cómo se puede aplicar el Espacio de Posibilidad?
En primer lugar, debido a que cada lógica genera una concepción diferente sobre las posibilidades que vamos a considerar (espacios de posibilidad distintos), yo busco moderar la discusión entre lógicos rivales. En segundo lugar (en el mejor de los casos), un problema que empieza con una discusión filosófica se convierte, después, en una disciplina científica. Recientemente, esto ocurrió con el nacimiento de la lingüística pragmática.
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