¿Los desastres son naturales?
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Fernando Bravo Alarcón
Sociólogo y docente del Departamento de Ciencias Sociales
Los peruanos reconocemos que nuestro aprendizaje en materia de desastres ha sido deficiente”.
Han transcurrido 49 años desde que un sismo de 7.9 grados asestó a la sociedad peruana, una de las desgracias humanas más fatales de nuestra historia reciente. Aquel 31 de mayo de 1970, el movimiento telúrico no solo provocó que muchas edificaciones en Huaraz o Chimbote se abatieran contra sus habitantes. Gatilló, a su vez, un monstruoso alud en la Cordillera Blanca que sepultó, y ahogó a miles de personas en Yungay y Ranrahirca. Las estimaciones hablan de 80 mil muertos, 20 mil desaparecidos y 800 mil damnificados. Toda una tragedia nacional.
La magnitud del desastre no solo suscitó una extraordinaria cadena de ayuda internacional hacia el Perú. También obligó al Estado peruano, en 1972, a introducir dentro de su institucionalidad, un sistema de defensa civil, con lo cual oficialmente la noción de los desastres se desentendía de las explicaciones mágico-religiosas (“son un castigo de Dios”) y de aquellas naturalistas (la fuerza “incontrolable” de la naturaleza).
A partir de entonces, la sociedad podía organizarse para neutralizar el riesgo de un desastre como producto de las amenazas (naturales y artificiales) y la vulnerabilidad social. Las ideas de prevención, preparación, respuesta, reasentamiento, gestión de riesgos y otras ingresaban a las políticas públicas, mientras la noción de “desastre natural” comenzaba a ser cuestionada. Esto constituyó un paso importante, pues asumir que los desastres son naturales llevaba a encubrir la responsabilidad humana, política y social que existe en cada calamidad.
Lamentablemente, la tragedia de 1970 no ha sido la última sufrida por el país. Aparte de otros terremotos, diversos episodios de El Niño, friajes, sequías e incendios mortales se han sucedido en estos 49 años. Algunos expertos resaltan mucho las características geofísicas y climáticas del país como elemento predisponente para la generación de desastres, pero minimizan que la propia sociedad amplifica ese riesgo en razón a la incapacidad del Estado, la indiferencia ciudadana, las condiciones de pobreza y precariedad, la desordenada ocupación del territorio, entre otros. Con eso refuerzan la idea de que los desastres son naturales.
Los propios peruanos reconocemos que nuestro aprendizaje en materia de desastres ha sido deficiente, pese a las sucesivas desgracias padecidas: una encuesta rural-urbana aplicada por Ipsos, en febrero de este año, indica que el 91% de los encuestados considera que estamos poco o nada preparados ante los desastres.
Pero si andamos mal en los aspectos preventivos, ¿cómo estamos en las dimensiones de la recuperación posdesastre? Las experiencias del sismo de Pisco (2007) y de El Niño costero (2017) arrojan clamorosas deficiencias. En el primer caso, hasta la corrupción mermó la ayuda y la reconstrucción no se concretó a cabalidad. En el segundo, a la fecha, las autoridades siguen discutiendo cómo sostener a la población afectada, pero sobre todo cómo acelerar la recuperación de la infraestructura y restituir los servicios perdidos.
Que haya transcurrido casi medio siglo desde la catástrofe del Callejón de Huaylas y que continuemos arrastrando irresponsabilidades en la gestión de riesgos y desastres indican que las lecciones aún no se aprenden. ¿Cuántos eventos calamitosos adicionales tendrán que suceder para tomarlos en serio? ¿Vamos a dejarlo todo en manos de la naturaleza?
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