"De una u otra forma, el apocalipsis nos ronda siempre"
El 31 de mayo de 1970, un fuerte sismo remeció la sierra de Áncash. En ese entonces, Fernando Ampuero era estudiante de Letras de nuestra Universidad y, junto con un grupo de jóvenes universitarios, se enlistó como voluntario para atender esta emergencia. Esa historia es la que cuenta en su novela Sucedió entre dos párpados, de la cual conversamos en esta entrevista.
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Fernando Ampuero
Escritor y periodista
Texto:
Rosario Yori
Gustavo, el protagonista, es un muchacho que comparte inquietudes intelectuales con la generación de los jóvenes de los 70: se considera un existencialista, consume cine y literatura de Francia, y sus compañeros de aula simpatizan con la revolución cubana. ¿Qué lleva a un grupo de jóvenes universitarios a organizarse y apuntarse como voluntarios para responder a esta emergencia?
Enrolarse como voluntario implica un esfuerzo personal. Y esto, sin duda, es el gran aporte de Gustavo, estudiante universitario y protagonista de Sucedió entre dos párpados. Como muchos otros chicos de su época, él vivía al servicio de su vitalidad juvenil y sus ensueños. Sin embargo, cuando se entera de la catástrofe que azota al país, decide ayudar al prójimo. ¿Qué lo motiva? No queda claro; tal vez, la noción del deber o un incipiente sentimiento de solidaridad. Lo cierto es que la novela explora en sus vicisitudes personales durante ese empeño: el abandono de la casa familiar, que supone desechar su tranquilidad y seguridad; el vaivén del aturdimiento, que una y otra vez lo empuja a un destino incierto; las diversas circunstancias, que le demandan coraje y tenacidad; la obligación de sobreponerse a las amenazas y otros imponderables; la urgencia de secar las lágrimas y endurecer el pellejo; los romances al paso y el sombrío humor irónico en escenarios sin esperanza.
Lo más importante para mí fue descubrir mi país. Y lo hice en medio de la tragedia, de un tremendo sufrimiento colectivo. A partir de ese momento, entendí y acepté la pluralidad cultural del Perú».
Cuando llegan a la zona de desastre, la novela describe varios grupos voluntarios, nacionales e internacionales, asentados en un paraje desolador y también una experiencia física extenuante. ¿Cómo viviste esos meses como voluntario?
Antes que nada, quiero señalar que Gustavo no soy yo. Me parezco bastante a él, es cierto, pero varias de sus experiencias sucedieron a otros compañeros que conocí en esos trajines. De lo propiamente mío, recuerdo unos cuadernos de notas, que se habrán perdido en alguna mudanza. Siempre he llevado cuadernos de notas y siempre los he perdido. Lo que no extravié, para mi asombro, son varias de sus anotaciones; estas quedaron en mí, a tal punto que cuando escribía la novela, cuarenta y cinco años después del terremoto de 1970, podía leerlas en esa vaga neblina entre la memoria y la imaginación.
El viaje a Áncash es también un viaje personal que hace que Gustavo, joven limeño, conozca la sierra peruana de otra manera. ¿Cómo lo transformó esta experiencia?
Pues eso fue lo más importante para mí: descubrir mi país. Y lo hice en medio de la tragedia, de un tremendo sufrimiento colectivo. A partir de ese momento, entendí y acepté la pluralidad cultural del Perú. Y entendí además, al ver la desaparición de Yungay, que la idea del apocalipsis no era solo la pesadilla de un judío afiebrado. De una u otra forma, el apocalipsis nos ronda siempre.
Lee un fragmento de Sucedió entre dos párpados*
Gustavo era solo un estudiante de Letras en la Universidad Católica de plaza Francia, que tomaba clases en la Alianza Francesa. (Veía cine francés a pasto —películas de Truffaut, Godard, Chabrol, Resnais—, para oír el idioma y mejorar su pronunciación, así como para memorizar frases coloquiales, por lo cual soltaba a veces un tout va bien u otra locución parecida). Pero, sobre todo, era un escritor que hacía sus pinitos en el mundillo literario limeño. Corrían los años setenta y el general Juan Velasco Alvarado, otro militar golpista en la historia del Perú, estaba en el gobierno. Y luego, sí, vino aquel inesperado remezón, que en la capital se sintió muy fuerte, pero que en la sierra central y la costa de Casma, zona del epicentro, resultaría una catástrofe.
La vida de Gustavo cambió. Al día siguiente, en la universidad, dos muchachos vestidos con casacas verde olivo (no por milicos, sino por simpatizar con la revolución cubana) interrumpieron las clases y hablaron de la tragedia de la sierra. “¡Setenta mil muertos! Ese es el cálculo que saldrá mañana en los periódicos. Pueblos arrasados, gente herida y desamparada, niños hambrientos. ¡Necesitamos voluntarios!”.
Y arengaron en su rol de reclutadores:
—¡Esto es peor que la guerra! ¡Es peor que los estragos de una bomba atómica! El ejército irá a auxiliarlos, pero faltará gente. Los informes logísticos demandan el apoyo de los civiles. Saldremos a las diez de esta noche, en buses de la Cruz Roja, llevando víveres y ropa para los damnificados. ¿Quién se apunta?
Diez estudiantes, entre ellos tres chicas, dieron un paso adelante. Embargado por el anhelo de ser útil, Gustavo fue de la partida.
*Fernando Ampuero (2015). Sucedió entre dos párpados (pp. 20-21). Lima: Editorial Planeta Perú.
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