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Los legados tóxicos en Cerro de Pasco y La Oroya

  • Fernando Bravo
    Sociólogo, Magíster en Desarrollo Ambiental y docente TPA del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP

"El grado de polución en Cerro de Pasco es, históricamente, mayor que en La Oroya, pues la primera nació como asentamiento minero desde fines del siglo XVI, mientras que la segunda recién comenzó a experimentar los efectos de la industria extractiva en 1922".

"En distritos como Simón Bolívar se tiene a niños con plomo por encima de los estándares aceptables, varios de ellos con bajo desarrollo escolar, problemas psicomotrices, alergias, desgano e incluso cáncer".

En días recientes, el entorno del local institucional del Ministerio de Salud se ha visto conmovido por la presencia de ciudadanos y de niños provenientes de la ciudad de Cerro de Pasco, quienes protestan ante la inacción del Estado respecto a la terrible situación de salud que los aqueja. “Vida sí, plomo no”, “El agua es vida, el agua en Pasco mata”, “Alto a la leucemia en Pasco” son algunos de los mensajes que estas personas y sus pequeños hijos transmiten en las pancartas con las que han rodeado la puerta de acceso al ministerio.

Degradación ambiental en Cerro de Pasco

Habiendo crecido al calor de la minería antigua y moderna, la ciudad capital de mayor altitud del Perú experimenta desde hace varios años una persistente crisis de salud pública y ambiental provocada, entre otros factores, por los pasivos mineros provenientes de las actividades extractivas. Y no es la primera vez que hacen sentir su voz. En 2012, tras movilizaciones y llamados de atención a las autoridades locales, estas se vieron obligadas a hacer las gestiones necesarias para lograr que el Ministerio del Ambiente declare a Cerro de Pasco en emergencia roja ambiental, dada la comprobada presencia de metales pesados y otros contaminantes en el organismo de muchos de sus habitantes, especialmente en los niños.

Esta declaratoria suponía la pavimentación y reforestación de las calles, el financiamiento de un proyecto integral de agua y desagüe, la construcción de un centro de desintoxicación de plomo y otros metales, y la remediación de los pasivos mineros. A decir verdad, a la fecha poco se ha avanzado. Y allí radica el leitmotiv de las protestas ahora, pues el degradado y riesgoso estado de cosas continúa exponiendo a la población a males diversos.

Así, entonces, en distritos como Simón Bolívar se tiene a niños con plomo por encima de los estándares aceptables, varios de ellos con bajo desarrollo escolar, problemas psicomotrices, alergias, desgano e incluso cáncer. Para complicar las cosas, el agua que consume Cerro de Pasco no reúne las condiciones mínimas de calidad, a lo que se suma la presencia de enormes charcos de agua sulfatada que, al secarse, liberan polvo que recae en los pavimentos y en las casas. Y un caso aparte lo conforma el estado calamitoso de varias lagunas que rodean la ciudad. Ni la minería antigua ni la moderna parecen haber traído mejores condiciones sociales, económicas y urbanas de la que alguna vez fue la “capital minera del Perú”.

Mientras en La Oroya

Si esta es la inquietante situación de salud ambiental en Cerro de Pasco, ante lo cual su población protesta y demanda soluciones expeditivas, algo totalmente distinto parece discurrir a 128 kilómetros hacia el sur, en La Oroya, donde la gente suele detener el tráfico de la Carretera Central, pero no precisamente pensando en su salud.

A semejanza de Cerro de Pasco, en La Oroya, también subsisten pasivos ambientales, el plomo y el arsénico colonizan el organismo de muchos de sus habitantes, las aguas del río Mantaro son inutilizables y la ciudad también ha crecido al calor de la minería, a través de las operaciones de la fundición metalúrgica con emisiones contaminantes que han venido bañando la ciudad desde hace casi cien años.

A diferencia de Cerro de Pasco, en La Oroya no se movilizan en pro de la salud de su gente sino en favor de que la fundición continúe operando –aunque la siga contaminando— para asegurar los puestos de trabajo. Además, se cuestiona al Estado porque podría cerrar el complejo metalúrgico, se minimizan los riesgos asociados con la contaminación y se niega que existan personas enfermas por esta causa.

Dos ciudades, dos caminos

¿Qué hace tan distintas a Cerro de Pasco y La Oroya, pese a compartir condiciones históricas de alta exposición a los impactos contaminantes propios de emprendimientos mineros o metalúrgicos? ¿Por qué los pobladores de Cerro de Pasco denuncian sus problemas de salud, sin hacerse problemas en asociarlos con la contaminación minera, mientras los de La Oroya protestan porque los estándares ambientales son demasiado estrictos e impiden la continuidad de las operaciones metalúrgicas?

Entre las posibles razones, se puede remarcar que el grado de polución en Cerro de Pasco es históricamente mayor que en La Oroya, pues la primera nació como asentamiento minero desde fines del siglo XVI, mientras que la segunda recién comenzó a experimentar los efectos de la industria extractiva en 1922, tras la apertura de la fundición. En la larga duración, Cerro de Pasco ha acumulado una mayor cantidad de residuos mineros que se grafican hoy en día con la existencia de monumentales montañas artificiales, como el caso de la desmontera Excélsior, que, a la fecha, no está remediada.

Otro elemento que es preciso tomar en cuenta es el grado de dependencia económica de ambas ciudades respecto a la actividad extractiva. Una mirada inicial daría la impresión que tanto La Oroya como Cerro de Pasco exhiben similar estatus. Sin embargo, en esta última, la minería ya no sería ni la más determinante ni la única fuente de ocupación entre sus 70 mil habitantes, como lo señala Wilmar Cosme, de la Asociación Civil Labor. En cambio, La Oroya, con 20 mil habitantes ahora, tiene proporcionalmente más personas involucradas laboralmente con el complejo metalúrgico. El histórico tajo minero de Cerro de Pasco, que hoy continúa tragándose a la ciudad y obligando a su reubicación, no resulta tan portentoso como sí la simbólica chimenea de La Oroya en su capacidad de modelar expectativas e identidades a su alrededor. Como decía un poblador oroíno: “Te queremos fundición de mis amores…de ti hemos vivido…muchas gracias por todo…”.

Un factor que también ayuda a lograr un mejor examen comparativo es la actitud negacionista que se ha hecho sentido común en La Oroya, reforzada por la aparente ausencia de cuadros dramáticos de salud entre sus habitantes, a diferencia de Cerro de Pasco. Un trabajador de la fundición le respondía así al antropólogo Alonso Burgos ante una pregunta por la presencia de plomo en sus pobladores: “Dicen que hay niños enfermos, pero son las ONG del medio ambiente que se han inventado eso. Tengo veintisiete años trabajando y no soy mongolito o tarado”. En Cerro de Pasco, por el contrario, los casos son crudamente expresivos de que la salud y los servicios públicos no obtienen respuestas terminantes del Estado ni de las empresas mineras involucradas.

Así, con todo, lo real es que en Cerro de Pasco hay un grave problema de salud y de exposición a la contaminación irresuelto, mientras en La Oroya subsiste un impase de corte empresarial que mantiene inactiva a la fundición y a sus trabajadores en involuntaria suspensión laboral.

Más allá de sus diferencias, ambos casos ilustran cómo la minería moderna no siempre es tan limpia ni tan promotora del desarrollo, al menos en sus zonas de influencia. Pero también expresan nuestra persistente debilidad institucional y valorativa, por cuanto, de un lado, las penosas condiciones de salud no obtienen respuesta oportuna, y, de otro, se ponen en segundo plano los derechos a la salud para privilegiar los ingresos económicos. Lo peor es que, a la fecha, no se logra ni lo uno ni lo otro para ambas poblaciones.

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