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Ese auditorio debió estar lleno

El pasado viernes 25 de marzo en el J-101 de la Facultad de Ciencias Sociales se recordaban los veinte años del fallecimiento de Alberto Flores Galindo. La mesa era de lujo.

Amigos, colegas y discípulos discutieron la obra de Flores Galindo desde diversas disciplinas. Hubo espacio para la nostalgia, la relectura y la crítica a uno de los académicos que más ha pensado y escrito sobre el Perú. De los mejores paneles a los que he asistido en la PUCP desde mis tiempos de estudiante.

Si era tan clara la calidad del evento, ¿por qué ese auditorio no estuvo lleno? Bastante público, pero no en la cantidad que uno esperaría en el homenaje de un pensador de nuestra casa de estudios. Este caso es un ejemplo más de lo que considero un problema muy serio no solo en esta facultad sino en toda la Universidad: la apatía de estudiantes –y también profesores– frente a los eventos académicos. Recientes charlas, honoris causa o reconocimientos a académicos extranjeros de paso por Lima también han contado con pocos asistentes.

Permítanme utilizar lo ocurrido en la mesa sobre Flores Galindo para explicar por qué esta apatía debe preocuparnos. No me sumo a quienes ven en esto un signo de los tiempos o simplemente la consideran «la dejadez de las nuevas generaciones». Propongo más bien un ejercicio autocrítico. ¿Qué está fallando con nosotros, los profesores, que no logramos transmitir a los alumnos el privilegio de este tipo de eventos para su desarrollo personal y académico?

En primer lugar, debe preocuparnos que la mesa no atrajera a los interesados en las humanidades, que deberíamos ser varios cientos en esta universidad. Flores Galindo miró la realidad desde diversos enfoques, traspasando disciplinas e introduciendo nuevas formas de análisis. Todo estudiante interesado en historia, política, o literatura tenía algo que escuchar ese día. Si no logramos transmitir a nuestros alumnos el valor de ese conocimiento vasto, de ese humanismo crítico, estamos perdiendo una de las principales fortalezas de nuestra Universidad.

En segundo lugar, porque quienes creen que el trabajo académico exige rigurosidad y esfuerzo tenían mucho que aprender ese día. Flores Galindo fue uno de aquellos casos en el que un profundo compromiso por el cambio social no se opuso a la metodología seria, la definición precisa y la evidencia sólida. Uno podrá discrepar de sus conclusiones, pero no dejar de apreciar en su amplia obra que era un académico en todo el sentido de la palabra. No lograr que nuestros alumnos, todos ellos y no solo los que comparten los ideales de Flores Galindo, busquen aprender de ese ejemplo, es también causa de preocupación.

Finalmente, porque Flores Galindo también deja una lección sobre cómo ser una buena persona a la par que un buen académico. Es muy común que en los ambientes académicos primen los egos, los estilos verticales y la construcción solitaria de carreras. El recuerdo de Flores Galindo que transmitieron sus amigos y colegas ese día fue el de un investigador generoso con sus estudiantes y pares. Un constructor de comunidad académica, así como un impulsor de estímulos mutuos para escribir más y mejor. Un buen tipo, como resaltaron varios, y un buen tipo de nuestra casa.

Todo eso dejaron de aprender los que no asistieron a la mesa. Similares enseñanzas valiosas se pierden los que no acuden a otros eventos de la Universidad. ¿Qué hacer para evitar que sigan perdiendo estas oportunidades? Aprender a comunicarnos mejor entre profesores y a comunicar a nuestros alumnos la importancia de su participación. Coordinar para relacionar las visitas de académicos con los contenidos de los cursos. Insistir tercamente en que estas charlas son un privilegio en un país en que la educación sigue siendo un lujo. Porque si no lo logramos, podemos perder parte de nuestra mística como universidad.

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