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Un lugar de amistad

  • Gustavo Gutiérrez
    Sacerdote, teólogo y padre de la Teología de la Liberación

Los centros de estudios de nuestra juventud son lugares, y momentos, en los que adquirimos los conocimientos que nos permitirán movernos en la vida, nos abren perspectivas y nos invitan a pisar terrenos cuya existencia desconocíamos, escuchamos a maestros que nos hacen cercano lo que apenas asomaba a nuestras inquietudes. Son todo eso, pero no solo eso. Son también, un clima de encuentros personales, con profesores y compañeros de estudios que, en buena parte, define nuestras vidas, envuelve lo que aprendemos en las aulas y les da un calor humano que lo lleva más allá de un simple saber. La Universidad Católica fue una de mis ventanas para ver el país, un ambiente en el que valoré la exigencia de aprender de otros y, al mismo tiempo, la libertad de pensar, la importancia del diálogo y la necesidad de opciones personales. En ella, a través de amigos y mentores que siempre tengo presentes, se afirmó mi fe cristiana y el compromiso con el Evangelio, en la búsqueda de una verdad que se piensa y que “se hace”, como dice el Evangelio de Juan (3,21).

Más tarde, cuando volví a la Universidad para enseñar Teología en las facultades de Letras y de Ciencias Sociales las circunstancias del país –y de más allá de él- eran otras. Sus desafíos también; en particular el de la pobreza de una gran parte de la población nacional, una situación que rebasa el marco de lo que llamamos una cuestión social para convertirse en un problema humano y un reto a la vivencia de la fe. La teología –“inteligencia de la fe”, del mensaje cristiano, según una tradicional definición de ella- es siempre un diálogo con el momento histórico y con el pensamiento contemporáneo. El ambiente de la Universidad me ayudó a repensar temas y realidades. Aprendí mucho de las inquietudes y cuestionamientos de los estudiantes, hice entre ellos amigos a cuya cercanía y a las muchas cosas compartidas por años, incluso más allá de las aulas universitarias, debo enormemente.

Ese conjunto –vida académica, amigos, lecturas, ideas, maestros, interminables conversaciones de patio con estudiantes- configura para mí la memoria de todos esos años. Me refiero a una memoria que no es fijación nostálgica a lo vivido antes, sino el presente del pasado, como decía San Agustín. Un motor, no un lastre, que nos dispone a nuevas experiencias y opciones que nos mantienen alertas. Tarea de la universidad es contribuir a crear una atmósfera de diálogo y de fecunda y respetuosa pluralidad de opiniones. Esto es lo que le ha permitido jugar un papel importante en la vida del país y presentar un aporte inspirado en los valores humanos y cristianos que son los suyos.

Mi agradecimiento a la Universidad Católica, una institución -en una nación tan necesitada, dicho sea de paso, de instituciones sólidas-, un exigente centro de estudios que es ha sido y es para mí, sobre todo, un lugar de amistad.

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