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"Mi papá era sobre todo mi amigo"

  • Luis Jaime Cisneros Hamann
    Periodista e hijo de Luis Jaime Cisneros Vizquerra
  • Fotografía:
    Gisella San Miguel

Su figura delgada con su paso presuroso por la miraflorina avenida La Paz o por el campus universitario de la Católica, ya no está más entre nosotros

Mi viejo murió un 20 de enero, lo sepultamos el 22. Tenía 89 años. Nació en mayo de 1921. Crecí con la idea de que mi padre viviría cien años. Por eso su muerte, hace 12 meses con sus casi 90 años encima, me dejó devastado. «Los padres no deberían morirse», me dije entonces mirando hacia el cielo, tratando de hallar una respuesta aquella soleada e interminable mañana del 20 de enero del 2011. Un amigo me diría meses después que no todos los hijos piensan lo mismo. Al menos no los hermanos Menéndez, quienes asesinaran a sus padres en Los Angeles para cobrar una herencia de 14 millones de dólares.

Tengo presente a mi padre todos los días, pero esta semana su honda ausencia cobró una notoria intensidad. Su figura delgada con su paso presuroso por la miraflorina avenida La Paz o por el campus universitario de la Católica, ya no está más entre nosotros. Tampoco resuena ya su singular carraspera que se convirtió en un momento clásico en las aulas de San Marcos o de la PUCP, para quienes fueron sus alumnos. Menos aun puedo escucharlo tipear su máquina de escribir Olivetti en la que preparaba sus conferencias, investigaciones y su columna semanal para el diario limeño La República con el que colaboró de 2006 hasta su muerte.

Golpeaba las teclas de la Olivetti como quien estuviese formando parte de un grupo de jazz o, cuando escribía contra el reloj, con la furia sónica de un rock&roll digno de The Stooges. El eco de su voz permanece, sin embargo, anidado entre las estanterías de su inacabable biblioteca donde reposan, en una sección especial y con metódico desorden, sus libros preferidos. Desde Góngora hasta Borges, pasando por Cortázar, y todo el siglo de Oro español que acostumbraba recitar a viva voz. Son todas estas imágenes que, a modo de una película sin editar, se rebobinan alrededor de mi cabeza en estos agitados días de enero en que el calendario, ¡ay!, no se detiene.

En medio de esas evocaciones resalto su capacidad para el diálogo, para saber escuchar y comprender, para saber comunicar y para saber tejer lazos y tender puentes a través de sus consejos con sus interlocutores. Sí, mi papá era sobre todo mi amigo. A pesar de la diferencia generacional, ser profesor universitario lo tenía conectado con la realidad de los muchachos, con el ‘mundo’ de los jóvenes. Me recomendaba lecturas sutilmente llevándome a librerías desde niño -uno de los primeros textos que me regaló fue la obra completa de Julio Verne- e íbamos a los conciertos dominicales de la Sinfónica en el Teatro Municipal a las 11:30 a.m. En 1971, a sus 50 años, me compró una entrada para acompañar a algunos de sus alumnos -como Mirko Lauer- al frustrado concierto de Carlos Santana en San Marcos. Y si bien no hubo concierto, ese mismo año me regaló, al parecer por consejo de Mario Montalbetti o Jorge Bruce, un disco de The Beatles que me transportaría a otra dimensión y redifiniría para mí el concepto que tenía hasta entonces de la música clásica: el famoso elepé del «Club del Sargento Pimienta y los corazones solitarios». Dejó de comprarme partituras de Beethoven y Schoenberg, y me animaba a adquirir las de la dupla musical más famosa del globo: Lennon-McCartney. Tocabámos juntos al piano y al violín «Yellow Submarine» y «La marsellesa», el emotivo himno francés que percibía como un grito de batalla por la libertad. Ello y la casona de Chaclacayo, donde vivíamos esa época, fueron el punto de partida que marcó el fin de mi inocencia.

Todas estas imágenes dan vueltas en mi cabeza aceleradamente en estos días. Como cuando lo vi llorar a moco tendido un 14 de junio de 1986, mientras Luis Loayza le contaba por teléfono desde Ginebra que acababa de morir Jorge Luis Borges.

Tuvo muchas facetas: periodista, profesor, padre. Jamás dudó en brindar su cuota de apoyo pedagógico a todo esfuerzo cívico. Por eso no me sorprendió que aceptara presidir la ONG Transparencia, entre 1994 y 2000, coincidiendo con los años duros del fujimorismo. Lo que sí me sorprendió y escandalizó fue que en su sepelio el 22 de enero del 2011, ningún representante de Transparencia hablara y le rindiera homenaje. Tampoco lo hizo la Academia Peruana de la Lengua podrán decir, pero me consta que su presidente Marco Martos se quebró y no podía articular palabras en el cementerio. Ojalá sea siempre recordado como un formador de generaciones. Y por la tolerancia que supo proyectar.

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