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Desierto y pesebre, lugares de la Navidad

  • P. Juan Bytton, SJ
    Departamento de Teología

A pocas horas de Navidad. A pocas horas de celebrar la Nativitas de Jesús. Cada gesto, adorno, entusiasmo, visita,… compra. No se frenan las dinámicas de este tiempo, menos aún la comercial. A los pies del árbol, escondiendo sus raíces, se acumulan los regalos que distraen del mayor regalo que se encuentra representado a pocos metros de distancia. Para otros, no hay regalos, no hay saludo, hay solo desierto… y un pesebre.

Esperando. Allí se juega nuestra verdad, porque siendo una actitud netamente humana no depende de nosotros y porque a fin de cuentas, “esperar es más difícil que creer” (D. Turoldo). Sin embargo, cuando la espera se convierte en actitud vital y confianza en lo que nos supera, se abre la puerta un misterio que viniendo de fuera, conoce muy bien lo de dentro. Esperanza que se muestra en la ausencia y se hace sentir en el silencio. Ejemplo supremo el de María de Nazaret en su encuentro sencillo, profundo y eterno con el Ángel de Dios. Un encuentro que unió cielo y tierra, el puente soñado por Jacob, los susurros a Elías, las visiones de Ezequiel. A Dios no bastándole hacerse presente en el Edén, o en la Ley, o en los oráculos proféticos, se encarnó en su Hijo, se encarna en el mundo.

Cuando Dios hace historia, lo hace para alargar la mente y depositar en ella el infinito. Ese mismo horizonte que recorre el amor que comienza mucho antes de un pesebre, pero que allí se detiene para llamar nuestra atención de por vida.  Celebrar a Dios hecho niño es celebrar el misterio de la Encarnación. Celebrar el misterio de la Encarnación es entrar en la lógica de Dios. Una lógica que empieza y termina abajo, donde se da la mano, se da abrigo, se da futuro.

Dios se encarna para que el ser humano se encarne en él. Hacerse carne en el Reino y privilegiar a los que sufren en la carne. Hombres y mujeres que no esperan una estrella, porque el cielo oscuro lo cubre todo. Que viven en el desierto de la soledad, la angustia, del hambre. Desierto árido que no da espacio a ningún árbol, a ninguna esperanza. Ese es el espacio de la Encarnación. Volver a dar sentido a cada vida, echar raíces, mirar en alto, pues la voz de Dios no se presenta a cielo despejado (Mt 3,16). La Encarnación de un corazón que late humanidad salvada, que hace aclamar al ser humano curado, incluso al que no es de los suyos: “¡todo lo ha hecho bien!” (Mc 7, 37).

La lógica del corazón de Dios, la lógica de un amor que lo sostiene todo, que lo perdona todo (1 Cor. 13) porque un niño mira a todos por igual. ¡Y Dios se hizo niño! Una Encarnación que sigue en la lógica del misterio divino: Aquel creador que se inclina para cuidar a su criatura (Oseas 11, 1-4) y se reconoce Padre al ver el pesebre. Que vuelve a ser perdón y misericordia, a pesar de las distancias inertes que nos alejan de él. Basta un “Pero tú, Señor…” (Salmos 3, 4; 22,20; 86, 15; 109,21; 102:12) para que el desierto se vuelva pesebre, y el amor, salvación. Desierto y pesebre son sus lugares favoritos. Lugares donde Dios renueva su alianza con cada uno. Lugares de Jesús, imago dei, frater hominum.

Sí, a él decimos en esta noche: “Ven Emma-nu-el, Dios con nosotros, Dios con todos. Venga tu espíritu creador, tu voz en el desierto, imagen del Padre y del ser humano amado. Danos sed de Encarnación, en medio de un mundo sediento porque deja secar su raíz. Sé hoy como ayer, Encarnación del amor, de la justicia, de la paz”.

¡Feliz Navidad!

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