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Cuando la plata quiere llegar sola

  • Ramiro Escobar
    Periodista y docente del Departamento de Comunicaciones

Desde hace unos años, en efecto, estamos en un tiempo en el cual las tarjetas de crédito se han expandido más que la moral

Si es cierto que el expresidente Alan García pronunció alguna vez la, penosamente, memorable frase “La plata llega sola” durante una conversación privada con Jaime Bayly, entonces estamos en un gordo problema. Significaría que un cierto tipo de mentalidad –ligera, inescrupulosa– navega sin problemas en la atmósfera del poder, como una torva marca de identidad de estos tiempos.

No habría, sin embargo, que subir mucho por la pirámide social, ni retroceder tanto en el tiempo,  para encontrar los ecos de ese presunto llamado al enriquecimiento rápido. En los últimos meses, nuestro transido territorio ha estado invadido de ejemplos en los cuales la búsqueda del billete fácil, o de su acumulación mayor, se ha hecho evidente sin que levantemos demasiado las cejas.

Toda la ruma de acusaciones que hoy se dirigen hacia el presidente regional de Ancash, César Álvarez, por citar un caso, están de algún modo vinculadas al dinero y la corrupción, dos grandes tentaciones que, en esa región, parecen haberse casado con el crimen. En el telón de fondo de este drama bailan, entre otras sombras, los abultados ingresos del canon y la re-re-elección. Algo similar podría decirse de la saga mortal que protagoniza en las pistas de Lima la empresa de transportes Orión. O de la insistencia con la que los mineros ilegales, tras destrozar la Amazonía de Madre de Dios y otros lugares, pugnan por reclamar derechos sobre los escombros de sus deberes.

Gonzalo Portocarrero ha sugerido, en un reciente artículo, que esta preocupante deriva configura la existencia del emprendedor sin frenos éticos. Y Mario Benedetti llamó, hace ya varios años, “la profunda frivolidad” a esta suerte de vocación por lo ‘facilongo’. Desde hace unos años, en efecto, estamos en un tiempo en el cual las tarjetas de crédito se han expandido más que la moral.

Por supuesto, no es un asunto nuevo en la historia del Perú o del planeta. Pero no resulta tan arriesgado afirmar que este estallido de inmoralidades de todo calibre –que acaso van en busca de que la plata llegue, en efecto, sola o sin tanto rollo– ha aumentado cuando la macroeconomía se ha vuelto obesa. A más crecimiento, más consumo, pero también más sicarios y secuestros.

El ninguneo de la educación es, finalmente, otra esquina de este fresco de la cultura combi reciclada. Hace poco, acudieron solo 50 –de los 120 parlamentarios– a una presentación del ministro de Educación en el pleno del Congreso. Para mí, fue el signo demoledor de esta época, en la que profusos malls conviven en los barrios con escuelas de escasísimo control de calidad.

No hay muchos ojos para ver esta cultura emergente. El discurso oficial bulle de triunfalismo, de odas a una economía pechugona, aunque, a la vez, de lamentos por problemas como el de la delincuencia. No se hace el link entre la economía y la vida, y lo peor que podría pasarnos ahora es que, ante esta inquietante sensación, desde el poder se nos responda: “¿Cuál es el problema?”.

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