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Corrupción: dinero y derechos

  • Julio Arbizu
    Docente del Departamento de Derecho y director del Centro Liber

La corrupción ha sido muchas veces identificada como un problema que afecta las economías de los países pobres o en desarrollo, y esto desde un enfoque meramente economicista tiene absoluto sentido. El dinero del fisco desviado a particulares pudo servir para mejorar los sueldos de los funcionarios públicos (otro factor de la vigencia de la corrupción en los espacios de la administración pública, ha sido históricamente los magros ingresos que sus trabajadores perciben) o para construir carreteras o escuelas. A menudo, los estudiosos del fenómeno de la corrupción en los Estados, identifican su expansión con el deterioro que sufren las arcas públicas.

Hay, sin embargo, una dimensión de la corrupción que no ha sido lo suficientemente estudiada o analizada: la pequeña corrupción o corrupción administrativa. Esta, a diferencia de la gran corrupción, que puede cuantificarse con exactitud en la defraudación de caudales públicos, compromete un valor esencial de la democracia: el correcto funcionamiento de la administración pública. Esto no quiere decir que los casos de gran corrupción no entrañen una intensa afectación al ideal de comportamiento de los representantes del Estado, pero frente al impacto de las cantidades de dinero dilapidadas, esa distorsión queda ensombrecida.

El mal funcionamiento de la administración pública, sin embargo, no es -en definitiva- un efecto poco pernicioso de la corrupción. Veamos, cuando nos encontramos en los espacios de mayor interacción entre ciudadanos y funcionarios públicos, vale decir, cuando el ciudadano acude a una instancia pública a solicitar la provisión de algún servicio, o más claramente, cuando el ciudadano pretende ejercer algún derecho cuyo cumplimiento debe garantizar el Estado, la corrupción provoca la suspensión de ese derecho, su absoluto desconocimiento, y del otro lado, la abdicación del Estado de cumplir con su obligación constitucional de asegurarlos.

Cuando alguien acude a una escuela o un hospital público y se le solicita una cuota extraordinaria para la inscripción de un alumno o la habilitación de una cama, la conducta puede ser tipificada como un delito de cohecho. Es decir, alguien paga a un funcionario público para que este cumpla con brindar un servicio que debe ser, por definición, gratuito. El dinero con el que se beneficia el mal funcionario no proviene del Estado, sino de un particular, de un ciudadano que de esa forma está viendo difuminarse su derecho a la salud o a la educación. Pasa lo mismo en el ámbito de la administración de justicia: si un sujeto asegura tener influencias sobre un magistrado que resolverá un caso judicial (delito de tráfico de influencias) y recibe o se hace prometer dinero o cualquier dádiva a cambio de ejercer esas influencias, lo más seguro es que el dinero no provenga de fondos públicos. Es más, es absolutamente probable que ninguno de los protagonistas de la transacción (quién influye y quien compra la influencia) sea funcionario público. Sin embargo, la afectación a la administración pública es evidente: el mensaje será que para conseguir un fallo en determinado sentido en el Poder Judicial habrá que tener dinero o influencias. Igual que para acceder a los servicios de salud o de educación.

El daño integral que sufre el Estado –y por extensión los ciudadanos- debe calcularse, por lo tanto, no solo en función del dinero público con que se ha desfalcado al Estado, sino además en la afectación de los derechos de todos. Esto, tiene además una directa incidencia en la calidad de la democracia y la imagen de las instituciones públicas. Nada menos.

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