Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Noticia

Impunidad: Delitos sin castigo

Saltarse las reglas sin que nada pase es un acto que, a fuerza de repetición, nos parece normal. ¿Qué peligros entraña esta normalización de la impunidad? ¿Cómo podemos intentar un cambio ciudadano? Y ¿cuál es el rol del Estado en esta lucha?

Generalmente representada como un espíritu alado armado con una lanza o espada, la Poine era la personificación del castigo en la mitología griega. Vengaba asesinatos en tragedias representadas hace casi 2,500 años y era un claro recordatorio del concepto de castigo, en su forma más cruel, a los ojos de la sociedad. Años después, este personaje prestó su nombre en latín, Poena, a la sanción que resultaba de un juicio civil en la antigua Roma y, en su versión castellanizada, ‘pena’, es hoy el castigo impuesto por un delito. Pero, ¿qué sucede cuando los delitos se vuelven tan cotidianos que sancionarlos es materialmente imposible? ¿Volvemos a los sangrientos castigos ancestrales? ¿Rogamos por una Poine alada que persiga a infractores, estafadores y delincuentes?

Armonía vs. anomia

Las normas de una sociedad deberían asegurar la mejor calidad de vida para sus integrantes. Por lo menos esa es la idea que persiguió el surgimiento de los Estados modernos, entre los siglos XV y XVI. El Dr. Yván Montoya, docente del Departamento de Derecho y asesor del Instituto de Democracia y Derechos Humanos (IDEHPUCP), considera que esta premisa es la condición básica para un desarrollo armonioso. “Esto aplica a todos los niveles: desde no saltarse la luz roja y hacer cola para obtener un servicio hasta la no sustracción del patrimonio público o la prohibición de matar. La impunidad no es más que la ausencia de sanción, sea penal, administrativa o disciplinaria, tras la transgresión de una norma”, puntualiza.

Ya desde el siglo XVII, en uno de los primeros análisis teóricos del Estado moderno, el inglés Thomas Hobbes delineó la lógica de estos como un Leviatán que debía controlar la naturaleza conflictiva de sus individuos sentando las bases de lo que hoy conocemos como el contrato social: la suspensión de ciertas libertades individuales en función del bien común. Era la única forma de dejar atrás la ley del más fuerte, imperante en la Edad Media.

“Pero en el Perú existe una cultura de saltarse la norma”, añade. Nos saltamos la luz roja –sí, hacerlo como peatones también cuenta–, la cola e, incluso, el intento de ponernos una papeleta a través del pago de una coima o soborno. Nos quedamos con el vuelto si no nos lo piden. El chofer sin brevete maneja una cúster y el funcionario público se queda con una ‘tajada’ de las obras que promueve.

Para la Mg. Rosa María Palacios, docente del Departamento de Comunicaciones, el problema se origina porque los niños no han aprendido que sus actos tienen consecuencias. “Ese es un problema educativo estructural que no hemos resuelto en la infancia en el Perú. El adulto promedio no tiene el principio de Kant de preguntarse qué pasaría si todos hicieran lo mismo que yo. Ese principio básico y esencial, civilizador y moral, no está en el peruano”, señala. Entonces, ¿seremos unos inmorales? “No, de hecho somos muy solidarios con nuestro círculo cercano, con nuestra familia. Pero el peruano es un sobreviviente que desconfía y ve con recelo a los que no conoce”, responde.

Discriminación y exclusión, violencia familiar, pobreza crónica que no deja espacio a la movilidad social y un Estado que no llega a ayudar. Todo eso estaría en el inconsciente del peruano que adopta la sobrevivencia como idiosincrasia y acoge la viveza como patrón de conducta personal. “Si yo me zampo en la cola es porque estoy sobreviviendo, porque tengo que llegar primero o no me alcanza el tiempo para llegar a la tercera chamba que tengo en el día”, ejemplifica Palacios. “Si todos lo hacen, al final todos debemos hacerlo”, agrega.

Impunidad y corrupción

La falta de reacción –social o punitiva– ante estos comportamientos da pie a la sensación de impunidad generalizada. “El gran peligro es que esta situación debilita las instituciones y la norma como parámetro de convivencia”, advierte Montoya. La barrera entre una transgresión y un acto de corrupción, propiamente dicho, se hace cada vez más tenue. Así, el especialista señala que no hay una diferencia cualitativa sino solo cuantitativa entre la micro y macrocorrupción, ambas asentadas sobre la base de la impunidad.

“Un caso cotidiano es, por ejemplo, que un asalariado del sector privado se quede con un vuelto de algún viático”, ilustra Montoya. “Es algo cotidiano. Si llegase a trabajar en el Estado, seguramente reproduciría esa situación y, si le encargan una caja chica, probablemente va a apropiarse de fragmentos de esos fondos públicos. Así, el monto irá creciendo conforme a su puesto”, continúa. Nunca hubo un freno, así que lo asume como normal. De ahí la popularidad del “roba pero hace obra”. Aunque Montoya acota que, cuando se trata de robos públicos y de gran magnitud, el caso impacta y se reproduce en los casos más pequeños, y aumenta la percepción de que la impunidad es algo normal y generalizado. Remar a contracorriente parece una tarea cada vez más difícil, pero algunos casos de éxito trazan la pauta que podríamos seguir.

Herramientas de lucha

Quince o, incluso, diez años atrás, muy pocos peruanos usaban el cinturón de seguridad. La autoridad no sancionaba su falta de uso, pero tampoco había conciencia de los riesgos de no utilizarlo. Pero una intensa campaña de aplicación de multas, acompañada de una adecuada difusión de las razones de su uso, hizo que esta sea ahora una regla asumida y respetada socialmente. Este pequeño cambio es quizá uno de los casos más reconocidos en cuanto a la creación de conciencia respecto de una norma civil.

Pero, en términos de lucha contra la corrupción, tenemos un caso que es referente mundial: la condena al expresidente Alberto Fujimori por delitos de lesa humanidad, peculado, usurpación de funciones y corrupción. Las acusaciones se cimentaron en el trabajo de la procuraduría ad hoc, que se constituyó desde el 2000. “Históricamente, el sistema de lucha anticorrupción tuvo un papel importante entre el 2000 y 2005, pero luego palideció por falta de voluntad política”, señala el Lic. Julio Arbizu, director del centro Liber y exprocurador anticorrupción.

Yván Montoya añade que, a pesar de ser un caso emblemático destacable, generó una excesiva confianza en el derecho penal. “Este no corrige estructuras deficientes de una sociedad. Y la ola anticorrupción, unificada frente a un régimen autoritario, decayó sin cambiar toda la estructura funcionarial basada en el clientelaje y favoritismo político”, explica.

Lo peor fue que, a lo largo del segundo gobierno de Alan García, se redujo el presupuesto y rango de acción de la Procuraduría Anticorrupción. “Simplemente, la hizo colapsar”, resume Arbizu, quien al asumir el cargo, en el 2011, encontró solo seis personas en la oficina de Lima. “El presupuesto era escasísimo y trabajaban en una especie de gallinero en el Ministerio de Justicia. Era vergonzoso el nivel de la que había sido una procuraduría emblemática”, señala. Había solo 5 mil casos registrados, pero al hacer un rápido inventario a nivel nacional encontraron más de 20 mil. Aribizu trabajó, principalmente en dos frentes: recuperar el dinero sustraído del erario nacional por actos de corrupción –consiguiendo repatriaciones de cuentas del extranjero– y lograr un cobro efectivo de las reparaciones civiles, al realizar cobros mediante embargos y condicionar la obtención de beneficios civiles a su pago.

“No podemos luchar contra la corrupción como lo hicimos contra la organización Fujimori-Montesinos porque hoy tenemos núcleos segmentados de corrupción. Es indispensable tener dos enfoques distintos: a la microcorrupción se la combate con prevención y punición, para lo que se necesita conocer qué casos son más recurrentes; y para combatir la macrocorrupción, sí necesitas un despliegue de unidades operativas especializadas, reformas normativas, mayor comunicación entre los operadores de justicia y mayor severidad al imponer las reparaciones civiles”, considera Arbizu.

Combatir la impunidad es un trabajo de largo aliento que va más allá de la Procuraduría Anticorrupción, sino que necesita de instituciones que tiendan a la prevención y a la punición, y que, además, sean capaces de operar coordinadamente. Por el lado ciudadano, todos podemos poner nuestro grano de arena, cada quien conoce sus faltas. A trabajar en ellas.

Etiquetas:
corrupción
impunidad

Deja un comentario

Cancelar
Sobre los comentarios
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los comentarios pasan por un proceso de moderación que toma hasta 48 horas en días útiles. Son bienvenidos todos los comentarios siempre y cuando mantengan el respeto hacia los demás. No serán aprobados los comentarios difamatorios, con insultos o palabras altisonantes, con enlaces publicitarios o a páginas que no aporten al tema, así como los comentarios que hablen de otros temas.
Juan

¿Cómo puedo citar este artículo, quién es el autor?

Equipo PuntoEdu

Hola. El original fue publicado en nuestro periódico impreso que puedes encontrar en la hemeroteca de la biblioteca central. Los bibliotecarios te deben poder ayudar con el formato de citado de publicaciones periódicas. Saludos!