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“Los peruanos tenemos poco interés en recordar”

Luis Pásara publica, con el Fondo Editorial PUCP, La ilusión de un país distinto. Cambiar el Perú: de una generación a otra, libro en el que entrevista a treinta personajes de diferentes edades y profesiones – Vania Masías, Abelardo Oquendo, Max Hernández, Jimena Ledgard, Natalia Iguiñiz, Héctor Béjar, Indira Huilca, entre otros- con la intención de comparar aquella “generación de la utopía” con este nuevo empeño que, en distintos terrenos, persigue alcanzar mejores relaciones humanas. Le propusimos un cuestionario similar al que él mismo planteó a sus entrevistados.

  • Luis Pásara
    Doctor en Derecho por la PUCP
  • Texto:
    Fiorella Palmieri
  • Fotografía:
    Víctor Idrogo

Para usted, ¿quiénes fueron figuras ejemplares, de referencia o de inspiración, y figuras despreciables?

En términos personales, mi primera figura de referencia fue mi padre, un hombre de pocas palabras pero de conducta muy clara y coherente. Y he ido viendo con mayor claridad en la medida en que caían, a lo largo del tiempo, varios ídolos con pies de barro, mientras que él permanece. Luego, debo mencionar al hermano Alberto Peinador, quien aparece también reconocido por un entrevistado en el libro (Farid Matuk). Este profesor hizo posible, en la secundaria, que tuviera otra manera de ver el mundo. Finalmente, en mi adultez adopté como el abuelo que no tuve a un hombre cuya mirada bondadosa del mundo no le impedía indignarse éticamente: César Arróspide de la Flor. De los despreciables –¡son tantos!– prefiero no ocuparme.

Para usted, ¿qué era la revolución y en qué consistía la acción política?

No creo haber tenido una definición operativa de revolución. Más allá de la generalidad de “cambiar las cosas”, que partía de un rechazo al desorden existente, aspiré a la creación de formas distintas de relacionarse entre los seres humanos. Allí residía la utopía esencial de mi forma de ver la revolución, en lo que coincido con varios de los participantes en el libro. La acción política no consistía, necesariamente, en militar en un partido sino en comprometerse, de veras, en actividades que pudieran encaminar el cambio apetecido. En ese sentido, he descubierto –con los entrevistados jóvenes de la segunda parte del libro– que aún comparto esa ilusión, aunque los años me han hecho algo escéptico.

¿En qué momento comprende que vivir en el Perú de los 80 era muy difícil para su proyecto de vida?, ¿en qué forma los acontecimientos de entonces lo llevan a decidir radicar en España?

Ocurrió a mediados de 1984. El clima del país se polarizaba, el avance de Sendero Luminoso y la brutal respuesta militar del gobierno de Fernando Belaúnde anticipaban lo que en efecto llegó: un enfrentamiento brutal en el que yo me resistí a tomar partido. Era columnista en Caretas y en alguna ocasión recibí una especie de llamada de advertencia de quien parecía un militar. Curiosamente, en junio o julio de ese año, Jorge Salmón me propuso asumir la dirección del noticiero nocturno de América TV. Acepté y, aparte de las carencias técnicas que encontré, cuatro o cinco semanas después, Mauricio Arbulú –representante de un paquete accionario del canal– me invitó un café para decirme que no podía incluir noticias sobre huelgas o conflictos laborales porque perjudicaba a empresas anunciantes del canal, que ya habían protestado. Terminé el café, le di las gracias y escribí mi renuncia. Si algo me quedaba de inocencia, la perdí entonces. Un par de días después, antes del desayuno, le dije a mi mujer: “Hay que irse del país”. Me habían convencido, de una parte, el clima político enrarecido, y, de otra, la comprobación concreta de que no había espacio para hacer lo que quería y podía hacer.

Cuando salí del Perú no viví una pérdida de sentido pero sí un quiebre de eso que, años después, Alfonso Grados llamó “vocación pública”. Equivocado o no, en ese momento concluí en que en el Perú no era posible desarrollarla. Desperté, pues, a esa realidad. Después descubrí que, cuando uno se va de su país a los cuarenta años, no puede desarrollar la vocación pública en otro país. De modo que, a partir de mi salida del Perú, he vivido más en torno a mi trabajo y mi familia. Pero, como dije antes, no he perdido mi interés por un país que, pese a todo, todavía es el mío.

¿Cómo fue o como es su comunicación, en torno a la utopía, con la generación joven a la que hoy se ve como descreída o desencantada?

Más allá del círculo familiar, mi comunicación con la generación joven se ha dado a través de la enseñanza. Y creo que tanto ellos como yo hemos cambiado. Progresivamente, he encontrado menos jóvenes que se interesen por algo que, aunque sea remotamente, tenga que ver con la utopía. Y yo he dejado de alentarlos en esa dirección porque me he ido cargando de escepticismo. No obstante, creo que es demasiado temprano para juzgar a esta generación joven, que con frecuencia nos sorprende para bien. Hay que darle un poco de tiempo.

A pesar de que varios entrevistados (de la generación de la utopía) mencionan el “fracaso” de sus intentos y algunos se mantienen al margen, ¿cuáles considera que son sus principales contribuciones como generación, y qué podríamos rescatar y recordar los peruanos de su quehacer?

Los peruanos tenemos poco interés en recordar y, menos, en capitalizar la experiencia de generaciones anteriores. Mi propia generación creció con el supuesto de que con nosotros empezaba todo. Aunque hablar de la generación es excesivo porque no todos participaron en la ilusión, muchos creímos que el país podía cambiarse e hicimos algo en esa dirección, aunque más fueron los errores que los aciertos. Creo que nuestra mayor contribución debería provenir de la admisión pública de nuestros errores para que los otros aprendan de ellos. Quizá este libro es un esfuerzo en esa dirección y ojalá sea aprovechado así.

De los entrevistados de la segunda parte, que tienen entre 28 y 47 años, ¿qué es lo que más le sorprendió o cuestionó de sus respuestas y su forma de trabajar para el país?

Me sorprendió la existencia de peruanos así, para decirlo simplemente. En un país donde, si fuéramos sinceros, la pendejada tendría reconocimiento constitucional, que haya quienes estén dispuestos a hacer algo por un país mejor me pareció impresionante. Me llamó la atención que ninguno de ellos pretenda tener una “visión del mundo” desde la cual haga lo que hace, sino que trata de hacer lo que tiene al frente de la mejor manera. Voy a mencionar a cuatro entrevistados con los que nunca había hablado: Indira Huilca, lejos del catecismo de izquierda, me dejó una sensación refrescante; asimismo, aprecié en Jimena Ledgard un enfoque de las relaciones hombre/mujer y una propuesta útil que no había visto en ninguna de mis amigas feministas; vi en Salvador del Solar a alguien con una percepción concreta de los problemas de fondo del país, que se ha arriesgado a ser ministro; y encontré en Joseph Zárate un esfuerzo consecuente por hacer lo que mejor sabe para comunicar aquello que estima importante. En fin, casi todos me sorprendieron y, en conjunto, rebajaron en algo mi nivel de descreimiento.

¿En qué ha mejorado el Perú desde Victoria Villanueva y Alberto de Belaunde?, ¿cuál es la brecha más difícil de cerrar para ser, realmente, una sociedad inclusiva e igualitaria para todos y todas?

Ha mejorado mucho la definición de la agenda. Los viejos problemas –como la desigualdad– no se han resuelto pero se han redefinido y se tiene más claro qué los origina. Y nuevos asuntos han entrado en la preocupación pública. Cincuenta años atrás se pensaba que el Perú necesitaba una reforma agraria y debía nacionalizar el petróleo, pero se ignoraba problemas como la discriminación o la violencia contra la mujer. Hoy no solo se admite que somos un país diverso sino que la noción de tener derechos existe, no somos más iguales pero hay una conciencia amplia de que debemos serlo. Una sociedad inclusiva e igualitaria está lejos, pero ahora el objetivo es compartido por muchos. La generación de la utopía no tuvo ese respaldo.

¿Cuál es el principal daño que enfrenta la política peruana actual?, ¿cómo motivar a una generación de jóvenes que crece viendo a sus expresidentes en prisión y denunciados por corrupción?

EL hecho de que todos los expresidentes vivos estén investigados, procesados o condenados puede ser desalentador respecto de la experiencia democrática, pero también es un signo de salud pública. Muchos pensábamos que eso no sería posible. Alan García todavía lo piensa o lo espera. Y que la sanción ahora no sea imposible es resultado, en buena medida, de ese rechazo ciudadano. Lo que no surge de manera suficiente es el recambio de la dirigencia del país. Hay algunas figuras diferentes en ciertos ámbitos, pero cuando uno mira las instituciones no parece haber lugar a muchas esperanzas. El mayor déficit está en la política, donde el desmoronamiento de los partidos ha abierto el paso a los desvergonzados sin mérito alguno. Casi no hay reemplazos de calidad. Es como tratar de armar un seleccionado sin tener jugadores.

¿Cuál es la esperanza que lo lleva a titular la segunda parte de su libro como “Es posible hacer cambios”?

Esa frase no está pensada como una conclusión del autor sino como un común denominador de los entrevistados de la generación joven. Ellos creen –y a mí me gustaría que estén en lo cierto– que pueden hacer una contribución significativa no solo a favor de individuos concretos sino del país. Por ejemplo, cuando Vania Masías desarrolla las potencialidades que ha encontrado en un bailarín callejero, no solo cree estar “salvando” a una persona –que sin duda puede irse a bailar a Nueva York o París, o ser contratado por Le Cirque du Soleil–, piensa que contribuye a que un sector de jóvenes encuentre un lugar en el mundo. Un lugar que el país que heredaron les ha negado. El Perú ha cambiado y mucho. Aunque visito periódicamente el país y, en ocasiones, permanezco en él varias semanas, todavía me sorprendo con la dimensión del cambio.

¿Cuál es la principal contribución que espera realizar con este libro?, ¿a qué segmento le gustaría dirigirlo y por qué?

Quise dejar el mensaje en la dedicatoria a mis nietos: “Hubo peruanos que creímos posible un país mejor”. Cuando empecé a trabajar en el libro, la idea era circunscribirlo a la generación de la utopía y en esa dirección –que mi hija Úrsula denominó “nostálgica”– habría sido un testimonio histórico, que quizá muchos podrían haber considerado anecdótico o fuera de época. Pero con la incorporación de la generación joven –en la que uno encuentra a Indira Huilca, con 29 años; Jimena Ledgard, con 30; y Alberto de Belaunde, Mariana Costa y Joseph Zárate, con 31–, la “ilusión de un país distinto” no puede leerse como historia pasada. Son personas que están haciendo algo por el cambio hoy y que, en efecto, representan formas de sacrificio personal para hacer algo en beneficio de otros. Esa es una noticia que quisiera que llegue a muchos peruanos.

¿Considera que el Perú ha cambiado entre ambas generaciones? ¿Es un país distinto o en proceso de cambio?

Ha cambiado y mucho. A explorar este cambio, dediqué el volumen Qué país es este, cuyo título expresa una interrogante real que no solo yo me he hecho. Pero hay algo que desgraciadamente se mantiene: cada peruano vive en un círculo relativamente estrecho que no es representativo de la heterogeneidad y la complejidad del país, pero que, sin embargo, cree saber lo que es el Perú. Se sigue viviendo en la ignorancia acerca de lo que somos. En la batalla contra esa ignorancia, aún estoy empeñado.

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