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La institucionalidad inconclusa

Sobre las próximas elecciones presidenciales y la historia del voto en el Perú.

  • Daniel Parodi
    Docente del Departamento de Humanidades

En los años ochenta transcurrieron mi pubertad y mi adolescencia. Entonces mi percepción del tiempo era mucho más inmediata que ahora. En esos días percibí -equivocadamente- que el espectro político nacional se organizaba a la manera occidental: había una derecha (AP y PPC), un centro (el APRA) y una izquierda (conglomerado de partidos marxistas). Quizá por ello me costó comprender los cambios que trajo consigo la caída del bloque socialista y la manera como éstos se amalgamaron con la realidad social del país. Manifestación de aquel proceso son las paradojas de la actual carrera electoral en donde los candidatos «sistémicos» buscan sintonizar con los sectores populares a través del circo mediático, mientras que el postulante «anti-sistémico» ofrece el discurso más político y la presentación más formal.

Contrariamente a lo que pensé, la agrupación de las fuerzas políticas peruanas en tres tendencias ideológicas era, en la década de los ochenta, una novedad que resultó efímera. Ciertamente, desde 1930 a 1968 nuestro país experimentó un accidentado proceso de institucionalización  política que sólo se consolidó tras superarse el secular conflicto entre el ejército y la oligarquía en contra del APRA. Las dos primeras fuerzas buscaban mantener su status quo limitando la participación popular, mientras que la otra ofrecía un programa democratizador.  Tras ello, la transición demográfica -y la falta de respuestas de la clase política ante ella- forzó la aplicación del plan reformista de Juan Velasco que acabó con las bases socio-económicas del poder oligárquico, dando paso así al ideologizado decenio de 1980.

Cuando aquel marco político no terminaba de cuajar, el planeta se vio sacudido por la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, fenómenos globales que supusieron la debacle de las izquierdas políticas. No obstante, en otras latitudes, los partidos de derecha y centro mantuvieron sus posiciones y con ello sostuvieron, al menos en apariencia, la institucionalidad anterior.  En el Perú las cosas fueron distintas. No sólo la izquierda marxista perdió posiciones sino que todos los partidos -sin importar su tendencia- experimentaron una grave crisis de legitimidad en una coyuntura signada por el descalabro económico y social. Al parecer, el velo ideológico de la Guerra Fría apenas había maquillado en el Perú una realidad social compleja y en transformación. Así, profundas fracturas socio-económicas se habían traslado del campo a la ciudad, la que se convirtió en el escenario ideal para la aparición de la economía y sociedad llamadas informales.

En dicho contexto, el fujimorismo autoritario de los noventas reeditó una versión mediática del clientelismo odriísta, mientras que la televisión de señal abierta difundía un imaginario psico-social diseñado para generar efectos de inclusión en los sectores marginales. Además, el fujimorismo implicó la vuelta del caudillismo-paternalista que -bajo la modalidad asistencial- asociaba la figura presidencial a las obras de infraestructura realizadas por el gobierno.

Ciertamente, la redemocratización del año 2000 nos descubrió un país que había fracasado en la implementación de un sistema político-partidario a la manera occidental. Lo que quedó, tras la década fujimorista, fue la empatía de los sectores marginales con el asistencialismo directo y la imposición mediática de prácticas políticas faranduleras a las que había que ceñirse si se buscaba obtener el favor popular.

Entonces comenzó la fiesta de los neo-caudillos del siglo XXI y los partidos políticos -viejos y nuevos- se convirtieron en maquinarias electorales que encumbraron líderes que debían  transformarse en figuras estelares de la pantalla chica.  De este modo, el «figuretismo», los ataques personales y las encuestas desplazaron de las campañas políticas a la confrontación de ideas y a la discusión de los grandes problemas nacionales.

Al terminar estas líneas me pregunto si su sumisión a la dictadura del show mediático no evidencia que la clase política está subestimando la percepción de los sectores populares y si para éstos no es cada vez más evidente la miseria de toda  aquella puesta en escena. No sea que el electorado haya madurado políticamente más que quienes dicen representarlo y que estemos ad portas de una nueva crisis de nuestra precaria institucionalidad.

¿Qué políticos queremos para el país? ¿de qué manera deberíamos construir vasos comunicantes entre nuestras formas políticas y las socio-culturales? ¿se trata sencillamente de adoptar el modelo político occidental?. Las respuestas a estas preguntas no llegarán mientras no se discutan. Entre tanto, seguiremos con políticos que tratan a su electorado como al televidente de un talk-show de baja calidad y se mantendrá en compás de espera la construcción de una praxis política asociada a las reales necesidades de la población y orientada a la mejora cualitativa de su calidad de vida.

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